_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El mal de ser rico

El dinero no da la felicidad, pero ayuda a calmar los nervios. Esto se dice popularmente, pero, en ocasiones, no se trata más que de un tópico sin fundamento. Los ricos se encuentran tan nerviosos que necesitarían al menos ser ricos de varias generaciones para poder soportarlo. Los nuevos ricos, por el contrario, sufren una batería de problemas tan diversos que en California, cerca de Silicon Valley, donde se han gestado tantos millonarios, hay una clínica denominada Money, Meaning & Choices Institute (MMCI) que no da abasto desde su apertura en 1997. Sus psicólogos fundadores, Stephen Goldbart y Joan di Furia, han acuñado el término sudden-wealth syndrome para referirse a las negativas consecuencias de hacerse rico de repente, ya sea mediante un golpe empresarial, la lotería o haber fichado por un gran club de fútbol.

Los problemas de las estrellas del deporte son bien conocidos. Saben que su carrera profesional es corta y a menudo no aciertan a encontrar el momento para dejarla. Luego llega la depresión y la soledad, el desconcierto y las inversiones mal gestionadas en negocios que esperan ver triunfar con una imposible facilidad, semejante a sus éxitos. El síndrome doloroso puede recaer especialmente en esa época del retiro, pero hay también jugadores, como en el caso de Garrincha, de Maradona o de Anelka, que en el cenit de su fama se ven apartados de sus familiares y amigos, de sus queridos lugares y costumbres, acosados por los medios, sometidos a viajes y obligaciones públicas que no tienen nada que ver con sus deseos. Para eso cobran, decimos. Y cobran mucho. Pero no son necesariamente felices ni tienen los nervios en paz.

Fuera de las estrellas del deporte o del espectáculo se encuentran los otros nuevos ricos que han logrado dinero con sus empresas, unas veces trabajando duro y explotando ideas innovadoras, pero otras por una oportunidad de consecuencias que ni ellos mismos controlan. Como me decía un acupuntor chino que trataba de remediarme una hernia de hiato: 'En la vida no hay que tener poco ni mucho de una cosa. Lo bueno es tener algo'. Pero ellos tienen demasiado. En Estados Unidos, el norteamericano equilibrado sueña, a través del sueño americano, de pasar de trabajador a clase media o de clase media a rico. Los desequilibrios psicológicos y de otras clases sobrevienen, según un informe que desarrolló The Economist hace unos meses, cuando se salta en exceso.

Los nuevos ricos no sólo se sienten desplazados, también se consideran amenazados. Los ricos se atrincheran en urbanizaciones fortaleza, poseen guardias de seguridad por todas partes, cerrojos, defensas, primas de seguros carísimas y hasta escoltas. En 1999, según The Economist, secuestraron a 1.789 ricos en todo el mundo, lo que supuso un 6% de aumento respecto al año anterior. El largo y duro episodio de los dos empresarios españoles recién liberados en Georgia es un caso entre esos miles que se registran anualmente.

Pero, por añadidura, los nuevos ricos sufren mucho a propósito de sus hijos. Temen, por propia experiencia, que concedan demasiada importancia a las cuestiones materiales y se olviden de otras. Temen que con tanto capital, tanto coche, tanta casa, carezcan de motivación, se vuelvan indolentes, inclinados a la incuria y las drogas. Asaltados por estas amenazas, los padres tratan de educar a sus herederos con alguna dureza, les imponen obligaciones domésticas sin sentido, naufragan en una continuada contradicción de dar y no dar. Como media, los herederos obtienen la autorización para gestionar el patrimonio a los 30 años, pero algunos no accederán al monto completo. Bill Gates ha dispuesto un legado de 10 millones de dólares para cada uno de sus dos hijos y ni un centavo más. Y eso que los psicólogos han fijado en 3,4 millones de dólares la cifra a partir de la cual puede perderse la cabeza. Pueden perderse, también, los amigos del colegio, la tranquilidad diaria y hasta la confianza en que las mujeres que dicen amarte no amen sino tu hacienda. En fin, una ruina. Un infierno del que siempre viene a librarnos el fracaso.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_