Milonga del avestruz
El avestruz es la más grande de las aves vivientes, lleva en este mundo 60 millones de años y fue un ser sagrado para los asirios. Sin embargo, no son éstas u otras las características que le han convertido en referencia habitual de ciertas actitudes y conductas humanas, sino una sola de sus costumbres: la de enterrar la cabeza para no ver lo que ocurre a su alrededor, esa curiosa manera de ignorar la realidad circundante para desentenderse de ella. Es posible que este proceder encandilara a la reina Arisonoe, que aparece montando un avestruz en los jeroglíficos egipcios, no lo sabemos; pero da la impresión de que optar por el aislamiento voluntario como hábito defensivo ahorra muchas tensiones dañinas y, en el caso que nos ocupa, ha contribuido a hacer del avestruz un ave muy resistente a condiciones ambientales extremas y dispuesta a cohabitar con todo tipo de parásitos, cualidades con las que sueñan muchísimos políticos.
Viene este largo preámbulo a cuento del ajuste interminable que tiene a punto de infarto a los argentinos, tras cuatro años de recesión económica y algunos más de despropósitos políticos; tiempo en el que han desaparecido hasta las ganas de encontrar a los responsables de tanto desaguisado o, al menos, las explicaciones razonables de la desgracia acumulada, incluso entre los ciudadanos que guardan vergonzante cola ante la puerta de los bancos. La única cosa que los argentinos quieren saber es cuándo terminará el sufrimiento, si queda mucho o poco trayecto del laberinto hacia la nada por el que caminan, si cabe o no retener aún la ilusión de una salida honrosa y temprana. No preguntan por los datos económicos ni por los resultados de la gestión política, porque están a la vista de todos: más parados cada semana y menos esperanza cada día, inseguridad creciente, capitales en estampida y un extenso y amargo etcétera que en sólo unos años ha conducido a la proliferación de la pobreza y a la ruina destructora de la antaño clase media más numerosa, culta y estable de América Latina.
Mientras todo esto ocurre, los dirigentes del país (políticos en el Gobierno y en la desleal oposición, sindicalistas altamente politizados, empresarios de corto vuelo) compiten en la representación de la estrategia del avestruz, rehuyen la realidad y demuestran una fe en la providencia digna de mejor causa. Tanto tiempo atrás comentando que 'Dios está en todas partes, pero despacha en Buenos Aires' les ha ocultado a los alevines de líderes argentinos que el dios de la ortodoxia económica vive y despacha hace tiempo en Washington, se inspira en el famoso Consenso de idéntico nombre y, contrariamente a lo que el refranero popular atribuye al Dios de los cristianos, en determinadas circunstancias puede apretar hasta ahogar. Los hechos han vuelto a demostrar, con su renovada terquedad, que los programas estándar del Fondo Monetario Internacional (es decir, casi todos ellos) contienen más cantidad de malos que de buenos consejos; y que las dietas basadas en recortes draconianos de gastos y políticas fiscales contractivas no sólo no alivian el dolor, sino que suelen convertirse en la puntilla final para enfermos extenuados por la recesión económica.
En cualquier caso, a estas alturas de la película de terror conviene hacer algunas precisiones a propósito de ciertos comentarios que se vienen vertiendo a propósito de la dramática situación argentina. En primer lugar, no todo el desastre puede atribuirse por más tiempo a la falta de confianza en sí mismos de los ciudadanos argentinos, como han afirmado algunos aspirantes a psicoeconomistas europeos, cuando si existiera algún problema procedería probablemente del sentimiento contrario, de la desmedida confianza en sí mismos que Borges descubrió en el alma de sus compatriotas. Otra cosa es la confianza que a los argentinos les merezcan sus dirigentes. Tampoco cabe responsabilizar completamente de la caótica situación a la confabulación de factores externos (fortalecimiento del dólar, depreciación del real brasileño, caída de precios de los productos básicos...) para generar un choque exógeno de gigantescas magnitudes contra la economía argentina. Ni siquiera cabe culpar a la globalización o a la tan socorrida crueldad de los mercados, por muy real y traicionera que sea esta última: ni la coyuntura económica internacional ni sus guardianes son responsables de que Argentina disponga de un sistema fiscal y un Estado del bienestar tercermundistas, ni el trasnochado archipiélago de instituciones multilaterales (creado para resolver los problemas de hace 60 años y no los actuales) tiene la culpa del alto nivel de corrupción que toleran, cuando no alimentan, sus clases dirigentes. Basta también de entonar la milonga del avestruz y de anunciar a la vez el desplome del firmamento socioeconómico como respuesta a cualquier sugerencia de modificación de un modelo cambiario que contribuyó a la solución hasta que se convirtió en el principal problema.
El presidente De la Rúa y su inefable ministro de Economía se han hartado de manifestar que la devaluación traería consigo un 'caos inimaginable', mientras Paul Krugman y otros economistas menos renombrados se preguntan por qué Argentina es el único país del mundo que no puede devaluar su moneda: ¿acaso hay peores situaciones que la bancarrota?, ¿hay algo peor para la industria que tipos de interés próximos al 20% sin apenas inflación? Cuando Argentina está importando carne de Estados Unidos, el riesgo país es el mayor del mundo y el capital autóctono deserta en vivo y en directo, ¿se puede enterrar la economía del país por miedo a la inflación, precisamente ahora que el alza importante y sostenida de los precios ha dejado de ser uno de los problemas prioritarios de la economía mundial? Pues, erre que erre, tanto el Gobierno como la oposición justicialista parecen empeñados en sacrificar la economía y la capacidad crediticia de la nación 'en el altar de una teoría monetaria desacreditada' (P. Krugman, EL PAÍS, 4-12-2001), en el aura de los fantasmas del pasado hiperinflacionario.
Lo que todo el mundo contempla atónito es una política de piñón fijo, dedicada a ganar un tiempo que ya no existe. Es, de nuevo, la milonga del avestruz la que, ante la adversidad, aconseja el enroque; la que ante la necesidad de una salida de largo aliento para la economía argentina, practica un cortoplacismo tal que pareciera empeñado el señor Cavallo en patentar la política económica intradía; frente a la conveniencia de políticas entendibles por todos, el galimatías que la profusión de órdenes y contraórdenes acaba configurando; contra la obligación (política, sindical, empresarial) de hacer los deberes y ahorrar soflamas nacionalistas, la exigencia ilimitada a los inversores internacionales que ya apostaron una vez y para siempre por el país. Hace unas fechas que el incombustible Cavallo intentaba demostrar su consustancial optimismo a los periodistas, recordando que su mamá afirmaba que 'nació repartiendo sonrisas', pero si muchas veces no es precisamente fácil distinguir al optimista del burlón, tiene que ser mucho más complicado en el posparto.
El Gobierno de De la Rúa no tuvo la clarividencia necesaria, o lo que hay que tener, para devaluar el peso cuando accedió al poder y hoy parece demasiado desprestigiado para inspirar un acuerdo nacional de amplio espectro de parecido diseño y alcance al que tuvieron en España los Pactos de la Moncloa. Su cantinela preferida de los últimos meses es siempre igual a sí misma, la misma milonga (en la acepción peyorativa que este bello ritmo campero argentino tiene en este lado del charco): 'No habrá default (suspensión de pagos) ni devaluación'. Pues miren por dónde, seguramente habrá ambas cosas. Como diría un porteño castizo, no queda más asado de avestruz en la parrilla, ché, y en vez de enterrarla hay que abrir la cabeza a soluciones perdurables. Basta ya de macanas y malandrines.
Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.
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