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Columna
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Los presos están para fugarse

Josep Ramoneda

Lo que faltaba: a la Generalitat se le escapan los presos de las cárceles. Como los debates acostumbran a producirse siempre a la vista de los hechos y no en prevención de los mismos, como sería deseable, la polémica está armada. Otra vuelta de tuerca a la hipersensibilidad ciudadana en materia de seguridad, en un momento en que llueve sobre mojado, porque el proceso de transición de la policía estatal a la autonómica ha dejado unos vacíos transitorios que han sembrado muchas dudas. Dudas sobre si las exigencias de la Generalitat para integrar a miembros de las fuerzas estatales de seguridad han sido excesivas, dudas sobre las intenciones del Gobierno central, que en política de seguridad -como siempre hace la derecha- juega con una mano a acrecentar el miedo y con otra a presentarse como campeón de la eficacia contra la delincuencia.

En estas circunstancias se corre el riesgo de que el debate tome enseguida un giro sensacionalista y de todo quede en el griterío habitual: pedir mano dura contra todo el que se mueva, lo que hoy se llama, según viene de Estados Unidos, 'tolerancia cero'. Y sin embargo, es un debate conveniente precisamente para desdramatizar un poco. Creo que el asunto tiene tres aspectos que no se tienen que mezclar más de la cuenta: las fugas, los permisos y el estado de las cárceles catalanas.

'La primera obligación de todo preso es intentar fugarse', dice, a menudo, un magistrado del Tribunal Supremo en una prueba de realismo y sentido común. Efectivamente, ¿qué haría cualquiera de nosotros ante la perspectiva de una condena de un montón de años de cárcel? Intentar la fuga o no depende de las circunstancias y del coraje de cada uno. Pero no creo que haya un solo preso que no piense en ella. Las disposiciones del nuevo Código Penal, que eliminan el trabajo como forma de redención de pena, han operado como incentivo de las fugas. Dicen que -en valores aproximados- si una condena de 20 años antes podía reducirse a 8 o 10, ahora difícilmente queda por debajo de los 16. Toda persona tiene derecho a buscar lo mejor para sí misma. No es extraño, pues, que los presos piensen en fugarse.

Una forma de fuga es no regresar a la cárcel cuando se goza de un permiso. Teniendo en cuenta que pocas cosas son menos atractivas que estar en la cárcel, el porcentaje de presos que no vuelven después de permisos es francamente bajo (en el año 2001, según cifras oficiales, no han vuelto 184 reclusos de 58.000 permisos concedidos). Con estas cifras no se justifica el alarmismo. Cabe pensar que la mayoría hacen un cálculo de ventajas e inconvenientes en el que se acaba imponiendo la paciencia para poder reintegrarse con mayor normalidad en la sociedad. Al fin y al cabo, la vida clandestina no es ninguna bicoca. No todos los presos se sienten capaces de afrontarla. Que un porcentaje de presos no vuelva después de los permisos forma parte, precisamente, del precio de la reinserción. Naturalmente, la ideología de la 'tolerancia cero' la primera idea que pone sobre la mesa siempre es cortar por lo sano. Algunos querrían ya suprimir los permisos. Sería un enorme disparate porque son un paso necesario entre la cárcel y el retorno a la vida en sociedad. Sin permisos, hablar de reinserción es ridículo. Es pensar en las cárceles como almacén de indeseables sociales. Y esto es una cultura que puede que esté extendida en algunas zonas de la América profunda -las mismas que aplauden con entusiasmo al fiscal Aschcroft-, pero debería estar contraindicada con la cultura democrática europea. La reinserción debe ser siempre el horizonte de la actuación penal. Y aquí es donde aparecen las responsabilidades institucionales. Para que el sistema de permisos funcione se tiene que explicar bien su sentido y se tienen que aplicar criterios claros y rigurosos. Siempre habrá fracasos, el sistema perfecto no existe. Pero es necesario evitar las situaciones de burocratismo o de desidia que acaban desacreditando el procedimiento.

Evidentemente, las responsabilidades políticas se acrecientan cuando presos considerados muy peligrosos se fugan de las cárceles. Y si ocurre más de una vez en poco tiempo, resulta indudable que se han producido fallos graves que obligan a interpelar al Departamento de Justicia de la Generalitat, que es el responsable de prisiones. (Un departamento que, dicho sea de paso, ha sido feudo tradicional de Unió Democràtica). Siempre he pensado que en la cárcel sólo tendrían que estar los delincuentes que en la calle son un grave peligro objetivo para los demás. Que se escape una persona de estas características, sea desde dentro o sea en un desplazamiento (16 fugados en Cataluña de unas mil personas que salieron de la cárcel acompañadas policialmente en lo que va de año), es algo más que un fallo. Y si no, a la vista están las consecuencias: el crimen de los fugados de Lleida que fueron detenidos en Collserola. Creo que forma parte de las obligaciones de la política dar a la sociedad cierta reparación simbólica por determinados errores u omisiones. Y en este caso, a mi entender, la dimisión del consejero era por lo menos ritualmente imprescindible.

En resumen: realismo sobre las fugas -las habrá siempre porque los delincuentes tienen motivos sobrados para intentarlo y porque los sistemas de seguridad perfectos no existen-, optimización de la política de permisos, con la convicción de que son pieza fundamental de una política penitenciaria democrática, y, evidentemente, revisión de la desafortunada gestión penitenciaria de la Generalitat. Más allá de este marco se corre el riesgo de acercarse peligrosamente a la intransigencia, que en materia de seguridad, se está convirtiendo en el lema de la corrección política del momento.

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