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LA CRÓNICA
Columna
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En doble fila

En el mundo de los automovilistas no eres nadie hasta que aparcas en doble fila. Es una decisión que vas aplazando, en parte por respeto al código de la circulación y en parte por miedo a que te pille un urbano y te clave una de esas multas que, en la medida de lo posible, intentarás no pagar. Aviso: la primera vez que aparcas en doble fila no suele salir bien. Eliges una calle concurrida, sin plazas de aparcamientos a la vista (la calle de Calvet al mediodía, pongamos), enciendes los intermitentes de rigor y, echándole morro, sales del vehículo poniendo cara de vuelvo-en-seguida-sólo-voy-a-hacer-un-recadito-de-nada. Pero cuidado: tras los primeros pasos de iniciática infracción, justo cuando empiezas a sentir el vértigo de las primeras veces, escuchas el bocinazo de un camión de reparto conducido por un cachas que, mostrando sus disuasorios y tatuados bíceps y levantando una voz sólo comparable a la de Bru de Sala en plena tertulia, amenaza con cortarte, entre otras cosas, el cuello. Raudo y veloz, regresas al vehículo y sales a toda leche, no sin antes observar por el retrovisor como el berreón camionero ocupa la misma doble fila que acabas de abandonar. Y es que, a falta de espacios en los que trabajar con normalidad, los currantes del transporte se consideran con derecho a la infracción y no seré yo quien les lleve la contraria y me oponga a que sigan cantando su himno, aquel hit de la Fania All Stars titulado Quítate tú para ponerme yo. Eso sí: advierto que su conducta produce una malsana envidia que obliga a los que no se ganan la vida cargando y descargando a situarse también en doble fila, aunque sólo para experimentar qué se siente. A saber: un extraño y perverso placer.

Aparcar en doble fila provoca sensaciones especiales. La primera vez es como todas las primeras veces: no se le encuentra el gusto. El subidón viene con la experiencia

La doble fila es una manera de dejar de ser una mota de polvo en el universo del tráfico para, de repente, cobrar protagonismo de pedrusco. Aparcar en doble fila supone una triple falta, de allí el subidón que produce en quien sucumbe a su encanto. En primer lugar, una infracción del código de circulación. En segundo lugar, una falta de respeto hacia los conductores, que comprueban que un carril destinado al tráfico es invadido por un caradura. Y, finalmente, una putada para la persona que, habiendo aparcado de forma correcta, descubre que no puede salir por culpa del jeta de turno. ¿Solución en estos casos para el conductor correctamente aparcado? Tocar el claxon. Así el mal adquiere una categoría acústica que solivianta a los vecinos y, si los hubiere, perros y otras formas de vida animal. Para expresar indignación por un coche que nos impide salir es necesario seguir un orden. Primero, dos o tres tímidos toques, de buen rollo. Si el culpable no aparece, tres toques, algo más largos, de dos compases. Y si al cabo de un minuto el infractor sigue sin aparecer, entonces toque largo, trepanador, insoportable, que provoque en el vecindario un deseo espontáneo de que aparezca la liberadora grúa. Si hay suerte, veremos como de algún portal, bar o tienda sale disparado un sujeto o sujeta pidiendo perdón con la más abyecta de sus sonrisas, moviendo las llaves del coche cual sonajero, entrando en su vehículo para desaparecer en pos, supongo, de futuras infracciones. Otros, más chungos, salen sacando pecho y buscando camorra con esa aureola a carajillo que emana de algunos conductores a partir de las siete de la tarde. A esos es mejor no tocarles el claxon. Si uno simplemente ha tenido que modificar su trayectoria y está, por tanto, en movimiento, tiene la opción de bajar la ventanilla y cagarse en sus muertos, pero para ello tendrá que calcular que ningún semáforo interrumpa su objetivo. De no ser así, se arriesga a ser perseguido por el carajillo ambulante, que no dudará en perseguirle con una llave inglesa.

Conviene no abusar, pues, y reservar la doble fila para las grandes ocasiones. Las compras navideñas, por ejemplo. Ya sé que es cuando el Ayuntamiento recrudece sus insuficientes controles. Ya sé que el tráfico se restringe y que la grúa se ensaña con los incívicos. Pero, precisamente por eso, tiene más morbo. Digan lo que digan las autoridades, la calle de Calvet en hora punta sigue colapsada, igual que parte de la calle de Muntaner, igual que Trafalgar, igual que tantas y tantas calles de una ciudad que, por lo visto, siente el irreprimible deseo de situarse en doble fila y provocar furibundos ataques de ira expresados en forma de bocinazos y blasfemias impropias de estos días en los que Barcelona se convierte en un feliz belén. Un belén en el que, entre la dulce megafonía de los grandes almacenes, resuenan, como gritos de auxilio, las recomendaciones del alcalde o, peor todavía, los ruegos políticamente correctos de Imma Mayol, a quien el otro día escuché intentando convencer a los barceloneses de que decoren sus plantas de interior con motivos navideños para no contribuir a la compulsiva caza al abeto. Señora Mayol: si usted acaba con los vehículos aparcados en doble fila en la calle de Calvet, yo me comprometo a no comprar abeto navideño y conformarme con los ajos que cuelgan de la puerta de mi cocina y decorarlos con nieve artificial, purpurinas y otras doradas lluvias de fin de año.

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