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Pequeños talibanes

¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Llena tal vez nuestras calles el humo acre de los conventos en llamas? ¿Tararean acaso los niños, en plazas y parques, tonadillas del estilo de aquella que fue tan popular: 'Si los curas y monjas supieran / la paliza que les van a dar / subirían al coro cantando / libertad, libertad, libertad'? ¿Es que quizá nuestros quioscos rebosan de literatura anticlerical, de reediciones de La araña negra, de Blasco Ibáñez, de procaces remedos de La Traca, Fray Lazo o L'Esquella de la Torratxa? Pues, si nada de esto sucede, ¿a qué viene toda la retórica plañidera y victimista de la Conferencia Episcopal Española? ¿Qué sentido tiene la comparecencia de sus portavoces, hace hoy dos semanas, para denunciar la 'persecución' de que son objeto, las campañas de una 'prensa hostil', la labor de ciertos periodistas 'pirómanos'? Siendo evidente que tanto ruido proviene sólo de los sarcasmos publicados a cuenta del industrioso ecónomo de Valladolid, o de los peculiares criterios eclesiásticos para despedir a profesores de religión, ¿qué esperaban los señores obispos? ¿Es que, en relación con el mismo escándalo, no se ha criticado también a la ONCE, o al ministro Rato? ¿Acaso no se critica habitualmente a jueces, médicos, empresarios o profesores de universidad, si dan motivo para ello? Entonces, ¿qué pretende la Iglesia? ¿La inmunidad y la impunidad?

En Cataluña, donde los mitrados han sido mucho más prudentes, en Barcelona, donde el titular de la archidiócesis tiene al parecer fuegos más urgentes por extinguir, la bandera del victimismo católico y la cruzada por la inmunidad eclesial han sido asumidas por algunos seglares, entre los que descuella el ex consejero Josep Miró i Ardèvol. Últimamente, el hoy concejal de CiU en el consistorio barcelonés no sólo dedica sus desvelos municipales a denunciar la retirada de un crucifijo del salón de la Reina Regente; sobre todo, encabeza una activa campaña de cartas y artículos de prensa que ha tomado como blanco el contenido 'irreverente' de ciertos programas de humor en TV-3. Una campaña que adquirió estado parlamentario los pasados días 22 y 23 de noviembre cuando, por una parte, Miró i Ardèvol acudió a la Cámara catalana con la demanda de que ésta apruebe un código deontológico prohibiendo a los medios de comunicación públicos hacer bromas sobre la religión, y, por otra, la comisión de control de la Corporación Catalana de Radio y Televisión (CCRTV) se hizo eco del malestar de algunas personas y grupos políticos ante aquellas expansiones humorísticas, y del subsiguiente riesgo de medidas censoras o, cuando menos, restrictivas.

La discusión, pues, se halla situada donde debe estar, en el ámbito político y civil. Y ahí, donde no tienen cabida las invocaciones a Dios, o a la fe, o a la trascendencia, sí procede, en cambio, citar el espléndido artículo que el profesor Gregorio Peces-Barba Martínez publicó en EL PAÍS del pasado 27 de noviembre: 'Una democracia moderna es inseparable del pluralismo y de la neutralidad religiosa en que consiste la laicidad. (...) La sociedad democrática sólo puede ser plural y laica'. No se trata, obviamente, de regresar al anticlericalismo del siglo XIX; 'se trata de defender la neutralidad del Estado, su carencia de opiniones religiosas'; se trata de impedir que una ética privada -sobre la sexualidad, el aborto o los límites del humor...- invada y sustituya a la ética pública. El director general de la CCRTV, Miquel Puig, lo dijo en clave más coloquial, pero no menos contundente, durante su última comparecencia parlamentaria: 'A mí no me gusta que en un medio público puedan reírse de mí o de mis ideas, no me gusta nada, pero no quiero vivir en un país donde las radios y las televisiones públicas no puedan hacerlo, porque pienso que ésta es una de las cosas que caracterizan a una sociedad civilizada'.

Sin embargo, lo más inquietante de las tesis del señor Miró i Ardèvol no es la letra, sino la música; no son sus exigencias concretas de hoy, sino la lógica que las sustenta. Imaginemos que, atendiéndole, el Parlament prohibiese a TV-3 y a TVE bromear a expensas de la religión católica. ¿Por qué sólo a esas cadenas? ¿Acaso un chiste irreverente lo es menos si lo emite una televisión privada? Entonces, lo coherente sería extender la prohibición a todas las cadenas, sea cual sea su financiación. Y en cuanto a la prensa rosa, ¿debería tener bula? ¿No pueden muchos católicos sentirse ofendidos ante el relato impreso..., qué sé yo, de las supuestas aventuras sexuales del padre Apeles? Tal vez habría que prohibir también eso... El grifo de los tabúes es fácil de abrir, pero difícil de cerrar, y fácilmente sumerge a quienes lo manejan en el lodazal del fundamentalismo. Por otra parte, ¡qué falta de memoria histórica! Si, después de tantos siglos de brutal monopolio católico sobre las vidas y las conciencias de nuestros antepasados, de largas alianzas entre la Iglesia y toda suerte de despotismos y dictaduras, si con tales precedentes todo el anticatolicismo que nuestra sociedad destila hoy es el de las parodias de Toni Soler y su equipo, en este caso Josep Miró y quienes piensan como él deberían estar muy de enhorabuena.

Por supuesto, Miró i Ardèvol tiene todo el derecho del mundo a perseverar en su campaña y a seguir confundiendo los molinos con gigantes, pero opino que antes debería renunciar a su acta de concejal y, en todo caso, concurrir a los próximos comicios al frente de una plataforma integrista o neocatólica, porque no fue éste, en junio de 1999, el sentido con que los electores barceloneses votaron la lista encabezada por Joaquim Molins y Magda Oranich. He repasado las 167 páginas del programa municipal de Convergència i Unió de aquella fecha y no hay en ellas referencia a ningún crucifijo; de hecho, ni siquiera se alude a religión alguna.

Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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