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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Jueces y policías

UN AMPLIO SECTOR de ciudadanos vascos de toda condición, con la única excepción de clérigos y políticos nacionalistas, está sometido desde hace años a una insoportable presión. Profesores obligados a trasladarse al extranjero, empresarios perseguidos si no pagan el impuesto revolucionario, periodistas atentos a los paquetes que reciben, concejales, diputados, dirigentes de partidos rodeados de guardaespaldas... ¿para qué seguir? Aislados de su entorno, sufriendo esa tortura difusa que consiste en no saber si con quien estás hablando es tu amigo o tu delator, hablando en voz baja o sólo en círculos reducidos, si han aguantado es porque todavía quedaba en el País Vasco un resto de Estado, una frágil esperanza de que algún día acabaría el reino de impunidad en el que una banda de asesinos se mueve como pez en el agua.

Esa última esperanza es lo que ETA se ha propuesto destruir con su declaración de guerra a jueces y policías. Al fin y al cabo, Estado no es otra cosa que imperio de la ley y garantía de seguridad. Hoy es también algo más, pero allí donde la seguridad es recuerdo de un pasado que nunca existió y la ley es utopía de un futuro que nunca llegará no hay Estado. En situaciones como la vasca, tal carencia no da lugar a una lucha de todos contra todos, de mafias en guerra de mutua destrucción, sino a la indefensión de aquel sector de ciudadanos señalados y perseguidos y a la imposición de un terror unidireccional que cuenta con amplios círculos de cómplices y con la pasividad de una mayoría dispuesta a derramar una lágrima por el muerto pensando que la culpa, en todo caso, la tiene él, porque se lo ha merecido o porque le ha tocado en mala suerte. ¿Acaso no escribía alguien en Deia, periódico del PNV, que no entendía por qué se armaba tanto alboroto con los muertos de ETA si, al fin y al cabo, cada semana moría mucha más gente en la carretera?

A esta paulatina e imparable degradación del Estado -y Estado son los Gobiernos autónomos, sus presidentes, sus consejeros- le quedaba un paso por franquear: aterrorizar a quienes tienen por oficio hacer cumplir la ley y garantizar la seguridad. No habría sido posible llegar a este extremo si antes no hubiera existido una campaña de deslegitimación persistente, emprendida de buena hora, no por quien empuña la pistola, sino por quien luego lamente que otro la dispare. Si un juez no es euskaldún, el presidente del PNV le invita a dejar su sitio. Si a pesar de tan gentil invitación, el juez se mantiene en su puesto, sus vecinos o las gentes con las que debe tratar por razón de oficio se encargarán de hacerle la vida imposible. A partir de ese momento, el ejercicio de su función se convierte en un suplicio, su vida personal se deteriora, las leyes del aislamiento se imponen. Y si todavía, a pesar de esa presión social, no abandona ni emigra, entonces se convertirá en posible blanco del tercer grado de presión, del que se encarga una banda de criminales.

Hay en Euskadi una pedagogía del crimen que comienza por tomar nota, sigue por el señalamiento, avanza con la exclusión y termina en el tiro. La razón: son otros, deben dejar su puesto, sobran aquí, por qué no se van; no importa que sean o no vascos por familia, por apellido; eso es lo de menos: hay mucho no vasco entre los que señalan y matan, y no hay pocos vascos entre los señalados y asesinados. Lo nuevo, lo que añade una lágrima más a tanto rostro oficialmente compungido, es que el estigma de exclusión y la amenaza de muerte afecta ahora también al conjunto de la policía vasca, que había nacido con vocación de bobbies ingleses, cercanos, corteses, patrullando solos, sonriendo a niños, ayudando a ancianos, a cara descubierta: una policía de vecindad. Luego, cuando comprobaron que su vistoso y reluciente uniforme no les servía de escudo, sino de diana, comenzaron a trasladar la residencia a otras tierras, de Cantabria, de Castilla. La vecindad, en lugar de ventaja, se convirtió en peligro, para ellos y para sus familias, marcadas, excluidas.

Así están las cosas: dos poderes a los que ningún Estado puede renunciar, sometidos al terror. Poner remedio exige dar la vuelta a la situación: aislar, cercar a los criminales y a sus cómplices, perseguirlos, no dejarles respirar, pero ¿quién los cercará si la primera preocupación de jueces y policías es su propia protección?

Un <i>ertzaina</i> observa, en la puerta del tanatorio de Algorta, la esquela de su compañera asesinada por ETA.
Un ertzaina observa, en la puerta del tanatorio de Algorta, la esquela de su compañera asesinada por ETA.EFE

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