El delicado epitafio de Agele
Un libro muestra los ritos y costumbres que rodeaban a la muerte en la Córdoba romana
'Agele, en la flor de sus veinte años, única entre las mujeres por su conducta y su hermosura. Este lugar correspondió a los huesos de la muchacha infortunada. Que en esta eterna morada descanses, Agele, sin daño, y que, bien acomodada, te sea la tierra leve'. Así reza el delicado epitafio de una joven que vivió y murió en la Córdoba romana, allá por la mitad del siglo I. Su tumba se encontró en lo que es hoy la Avenida de Medina Azahara. Y estas palabras que, grabadas en piedra, han congelado su memoria durante 20 siglos, se recogen en Funus Cordobensium, un libro que ha coordinado (y, en buena parte, escrito) el profesor Desiderio Vaquerizo, del Seminario de Arqueología de la Universidad de Córdoba.
Las casi 400 páginas de esta obra trazan un vívido retrato de las costumbres y ritos que rodeaban a la muerte en Corduba, una ciudad intensamente romanizada y, como tal, rodeada de cementerios por sus cuatro costados. Las vías que la comunicaban con Hispalis (Sevilla), Emerita Augusta (Mérida), y la que venía desde Roma, que entraba por lo que es hoy la calle San Pablo, estaban flanqueadas por grandes monumentos funerarios, que se extendían a lo largo de varios kilómetros, y que, lejos de ser parajes tétricos y siniestros, resultaban verdaderos jardines de esparcimiento, sembrados de árboles frutales.
'Las necrópolis eran lugares muy frecuentados, donde se iba a pasear', señala Vaquerizo. 'El hecho de que una tumba pudiese ser vista por mucha gente era garantía de memoria, y la memoria era vida'. Cuantas más personas leyesen las inscripciones que revivían al difunto, menos le pesaría la muerte. Por eso, los romanos preferían levantar sus monumentos funerarios junto a las vías más transitadas, que se convertían en seguida en objetos de deseo... y de especulación inmobiliaria. 'Ese suelo era carísimo', advierte Vaquerizo. Y eso sin contar con los gastos de erección del monumento. Hubo quien se gastó un millón de sestercios en una sepultura para sí y para su familia. Otros, más modestos, pagaban unos cuantos cientos de sestercios para asegurarse un puesto en un columbario, el equivalente romano de los nichos de hoy en día.
¿Y qué sucedía con los que no tenían para tanto? Lo mismo que a nosotros, 2.000 años más tarde: iban pagándose un entierro digno en cómodas cuotas mensuales, gracias a los collegia funeraticia, asociaciones privadas que reunían a cientos de hombres y mujeres, libres, libertos y esclavos, deseosos de asegurarse una sepultura decente. Porque quedarse sin enterrar era un mal terrible, el peor castigo, digno de criminales y proscritos.
'Sólo he cambiado mi mundo'
Las excavaciones arqueológicas han traído a la superficie al menos tres cuerpos a los que, ya muertos, se les habían extraído limpiamente las rótulas, para después colocarlas más arriba, a la altura de sus hombros. ¿Para qué? 'Piense un poco', dice el profesor Desiderio Vaquerizo. '¿Qué sucede si uno se queda sin rótulas? Nunca más podrá ponerse en pie'. Otra peculiaridad cordobesa: 'En una ciudad en la que todavía no ha aparecido ningún anfiteatro, se han encontrado muchísimos epitafios de gladiadores, más que en ninguna otra parte de Occidente', advierte el profesor. 'Casi todos murieron en torno a los 20 años, en la arena'. Parece mucha juventud, pero no lo es tanto. Según se detalla en el libro, la esperanza de vida de los hombres estaba entre los 20 y los 30 años; las mujeres vivían entre 15 y 25 años, como la llorada Agele. 'Hay unas pocas inscripciones de centenarios y muchas de niños', completa Vaquerizo. Funus cordobensium incluye una selección de textos ilustrativos sobre las creencias en el Más Allá, el suicidio, el peligro de la muerte aparente o el luto. También un glosario de términos romanos y una lista de las equivalencias iconográficas más comunes, muy útil, porque si no, ¿cómo se sabría qué significa un elefante en una tumba? 'Simboliza la longevidad', aclara el profesor, 'el triunfo sobre la muerte'. Palmeras y cipreses tienen una traducción semejante; los pájaros se identifican con el alma, una vez liberada del cuerpo, y el cisne encarna una muerte feliz. Y, para cerrar el libro, un conjunto de epitafios, literatura tan breve como efectiva, como demuestra éste de un niño de 12 años: 'Riega mis cenizas de vino y de perfumado aceite de nardo, oh huésped, y añade bálsamo a las rosas rojas. No he muerto: sólo he cambiado mi mundo'.
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