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Columna
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Duplicidad

Enrique Gil Calvo

¿Tan mal están las cosas, como para que el Gobierno se haya visto obligado a subir el impuesto de la gasolina, contradiciendo así su más golosa zanahoria propagandística? ¿Es que ya no pueden seguir cuadrando las cuentas del reino con trucos de contabilidad creativa como venían haciendo? ¿Cómo tienen narices para pasarse por el arco de triunfo los flamantes Presupuestos del año próximo, recién aprobados como están por las Cortes? ¿Es que era puro papel mojado, sólo válido para arrojarlo al retrete y tirar después de la cadena? ¿De dónde sale el agujero presupuestario que pretenden tapar: de Villalobos, de la Agencia Tributaria o de Gescartera?

Espero que el lector sabrá disculpar mis exabruptos, pero es que ya me estoy hartando de que nos tomen el pelo hasta tal punto. Como demuestra Miguel Á. Fernández Ordóñez (Mafo) en sus columnas con un lenguaje mucho más educado que el mío, este Gobierno miente más que habla. Dice que baja los impuestos pero aquí sube la presión fiscal mucho más que en Francia. Y para justificarlo cualquier excusa le parece buena, aunque sea recurriendo a falacias contradictorias. Antes subía la inflación y la presión fiscal por nuestro exceso de crecimiento, sólo atribuido a la excelencia de Rato. En cambio, ahora sube el déficit público y el impuesto de la gasolina por la inminente depresión económica, sólo atribuida a la crisis internacional. Está visto que a su electorado lo creen capaz de comulgar hasta con ruedas de molino.

La mayor parte de nuestra opinión pública está tele-dirigida por el Gobierno

Pero si nos engañan es porque pueden hacerlo. Por algo se compraron con fondos privatizados un flamante aunque ruinoso imperio mediático, para añadirlo a su control absoluto de los aparatos ideológicos del Estado, que también incluyen al INE y al CIS. Pues si llamamos rodillo parlamentario a su mayoría absoluta, ¿cómo calificar a la apisonadora periodística que le sirve de palio? El Gobierno esgrimía antes su apropiación de la prensa para hacer la guerra a la oposición. Pero ante la débil resistencia de ésta, ahora la usa para ocultar sus tapujos y adornar sus falacias dando gato por liebre sin temor a que le descubran, pues se sabe con las espaldas guardadas por la confiscación virtual de casi todos los medios de masas.

Y lo hace todavía con menos escrúpulos que Berlusconi, pues éste tiene que guardar las formas, por ser el propietario visible de la prensa que ha comprado, mientras que Aznar controla su imperio mediático con el mando a distancia, al ser formalmente independiente de su poder. La mayor parte de nuestra opinión pública también está tele-dirigida por el Gobierno, pero jurídicamente no es así, pues se financia desde Telefónica con permiso de la banca privada, y Aznar puede hacerse el inocente sin temor a que le cojan en falta.

Esta cínica duplicidad farisaica es una deformación congénita de la cultura política española. Tamaña hipocresía procede seguramente de la caza de brujas emprendida por la Inquisición contra los conversos, obligados a fingir en público una diáfana apariencia de respetabilidad, hasta adquirir el hábito de disimular la realidad. Por eso se dolía Ortega del abismo que separa a la España oficial, de impecables formas jurídicas, de la España real, enfangada hasta las cejas por pufos, trampas, chapuzas y demás corruptelas que repugnan a cualquiera. Pero lo peor no es eso, con ser ya grave, sino el hecho de que todo el mundo lo sabe pero todos disimulan, haciendo como que no les importa. El emperador está desnudo, pero se le saluda con respeto como si vistiera con dignidad.

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¿Por qué se dejan los ciudadanos engañar a sabiendas? Ya se sabe que se puede engañar a muchos durante algún tiempo, pero es imposible engañar a todos para siempre. Ahora bien, esto le trae sin cuidado a Aznar, que anuncia retirarse tras las próximas elecciones, y por eso se preocupa sólo del presente inmediato, atento a las coyunturas que puedan desestabilizarle, como si pensase: después de mí, el diluvio. De ahí su desprecio por la Universidad, celosa guardiana de la memoria histórica, que algún día habrá de juzgarle.

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