Drama en traje de luces
Sólo al iconoclasta de Lemebel (Santiago, Chile, mediados de los cincuenta) se le ocurre narrar la historia de dos fracasos y conseguir sin embargo que el lector no deje de sonreír. El autor de Loco afán, aplaudido a rabiar por propios y extraños, no ha abandonado los lúdicos e impúdicos salones de su crónica social del Chile gay, pero ya ha entrado sin embargo en los cuartos privados de la novela política manchada de rouge. Tenemos ahora al magistral cronista saltándose a la torera las pocas normas que se impuso en Loco afán, y sacándole punta a su lengua parlotera explicándonos por qué fracasó el atentado a Pinochet de 1986 -en el teatro de guiñol parece que la bruja siempre gana- y por qué fracasó también la relación homosexual del héroe protagonista, entre batallas campales, palos de ciego, gafas a lo Jane Mansfield y los cuplés de Sarita Montiel que dan razón del título. Lemebel escribe a sus anchas una historia de amor disparatado, a la vez que nos abre de par en par las puertas del Chile que quiso pero no pudo, atrincherado en los seriales de radio y aterrorizado por un general Pinochet dibujado aquí como de vodevil francés, persiguiendo cadetes maricuchos por el jardín como el inquisidor general perseguiría a las brujas, deformado por las muecas de su propio totalitarismo, castigándose sin desayuno porque el diario ¿EL PAÍS? lo trata de criminal, mientras su beata esposa Lucía ('fue un milagro de la Virgen lo que salvó a mi marido') colecciona modelitos Nina Ricci con la facilidad con que coleccionan disgustos los esforzados miembros del frente patriótico Manuel Rodríguez. El atribulado y utópico Carlos y La Loca del Frente, estrafalaria y carnavalesca, son el Chile de a pie, luchador y sensible, que se refleja en los cristales negros como la noche del señor presidente, del supremo chivo banderas.
TENGO MIEDO TORERO
Pedro Lemebel Anagrama. Barcelona, 2001 194 páginas. 1.950 pesetas
De envidiable frescura e irreverencia, esta valleinclanesca novela de Lemebel lidia el toro del idioma con manoletinas y verónicas de altura, entre los requiebros barrocos y el colorido del folclore y de la referencia cinéfila, muy cerca de la literatura de Manuel Puig, y hasta de la fiesta del idioma de Cabrera Infante. El humor sarcástico e inteligente de estas páginas debiera hacer reír hasta a los bustos de bronce del dictador: 'Mira, Augusto, cómo se llena de pinganillas la costa, y fíjate tú que todavía no es verano. En la terraza de la mansión, la Primera Dama tomaba el pálido calor embetunándose con cremas de pepino, rosa mosqueta y placenta'.
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