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Columna
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Desfiles de moda

Gradualmente, un día tras otro, el mundo se reviste de más moda. La moda de la moda en los media se corresponde con la omnipresencia de la competición deportiva (el fútbol, sobre todo) en los soportes de la comunicación. Tanto un fenómeno como otro son gestores de una realidad cuyo desarrollo temporal se emplaza fuera del tiempo vulgar. Es decir, así como el partido de fútbol crea una cronología propia y extraterritorial, la moda produce a la vez que novedad tiempo exento de historia. El acontecimiento deportivo con su tiempo intrínseco se libera del tiempo cotidiano, pero también la moda con su juego de temporalidad y temporadas salta sobre las barreras del pretérito, el presente o el futuro.

En un puñado de días, la apertura de una nueva sección de Moda en Canal Satélite Digital y la aparición de una nueva revista semiológica, deSiginis, con una monografía sobre la moda, son indicio de la densidad con la que se puebla el universo del entretenimiento escrito o visual. La moda nos saca de las casillas. Trata de extraernos de la rutina para hacernos cómplices del suceso más arbitrario y banal. Así se presenta como un subterfugio de ilusión ocurrente, sexualizada, amena y sin asomo de tragedia o conturbación. Lo excelente de la moda es que atrae lo suficiente como para llegar a crear fashion victims pero de modo tan venial que sólo termina siendo una ilusión. El destino de la moda es, en fin, pasar de moda y lo más importante es su incurable trivialidad. Es intrascendente a fuerza de trascender a muchos o trascendente como consecuencia de su incapacidad de intrascendencia sobre sí. El pasado se convalida con el presente y el presente con el anuncio de una época por llegar. Todas las marcas juegan en sus diseños con el tiempo pero no siempre para producir novedad pura. Lo decisivo es una estrategia interesante, como alegan los modistos.

Bajo esa inspiración, hay firmas que juegan con el tiempo clásico como Dior, Cartier, Loewe o Balmain, para presentar la larga duración del chic o su estilo como patrimonio de un país. Esta clase de lógica se opone, según la profesora Lucrecia Escudero en deSignis, a la que emplean, por ejemplo, las marcas Moschino, Klein o Mikimoto que apuestan por modelos de vanguardia y ruptura. Entre ambos, Prada, Chanel o Versace practican un estilo noticioso donde se manifiesta el carácter efímero de las producciones o un discurso irónico sobre la actualidad. A su lado, Gucci, Hermès o Vuitton fijan sus raíces en la historia, aunque también, como ha mostrado Tom Ford con Gucci, en una historia revisada en otra nueva o sofisticada composición.

En suma se trata de que la moda vaya pasando sin que pase realmente nada y que el tiempo, dentro de los signos que lo evocan se convierta, como los botones o las telas, en una materia prima a disposición. No hay tiempo que no pueda rescatar o provocar la moda. No hay tiempo, en fin, sin su control. Así se entiende cómo la moda aumenta su presencia en una época donde se sospecha abolida la historia, se teme el porvenir y el progreso, se intenta detener la marcha de la edad, se venden alimentos envasados al vacío (vacíos de tiempo), se ama la copia, aumentan los simulacros y las imitaciones, se vive idealmente la idea de hacerse eterno mediante la genética o la clonación. La moda ha existido siempre y continúa por encima de la no moda, más allá del abandono de las corrientes, los movimientos contra sus dictámenes, su decadencia o su ascensión.

Dentro del actual capitalismo de ficción la moda es de los sectores que más finge. Finge tanto como el espectáculo deportivo donde el drama se vive tan intensamente como lo real para revelarse tan inofensivo como un sueño. Pero además la moda desfilando indefinidamente en las pasarelas, prolongándose noche y día en los canales digitales, llenando sin cesar las revistas ilustradas, se comporta como una pantalla de seda donde las imágenes de una ultrarrealidad estética se sobreponen a cualquier impertinencia de la vida o la moral.

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