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VISTO / OÍDO
Columna
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No hay boda

Los verdaderos monárquicos españoles están satisfechos: la boda no se hace. Es por el bien de España, me dice uno. Y otro, que la chica no podría responder a las necesidades: últimamente, una infanta ha ido a saludar uno a uno a los supervivientes y a las familias de un accidente de autobús y su sinceridad y su dolor no los puede fingir una extranjera de vida frívola. Pero esta monarquía, pienso, la están sosteniendo los republicanos. Por una parte, porque ven tantas repúblicas autocráticas rudas y criminales en el mundo y tantas elecciones dictadas y trucadas que les da igual, ya que esta monarquía se ha limitado a un gran poder pero discreto: la influencia. El Rey, dice Peñafiel -gran especialista-, no ha hecho más que una fortuna de 4.000 millones en 25 años: nada.

Pero la díada política juega también en el caso. Los monárquicos creen que el deber del Príncipe ha de sacrificar el amor, que la sangre azul funciona, que con ella se hace lo que se debe, que todo poder viene de Dios. Los republicanos (quizá sea una palabra excesiva: los demócratas auténticos) creen en la libre disposición de la persona, en que se ha de designar al mejor y elegir a la mejor; que el Príncipe se case con quien quiera. Se lo dicen a gritos cuando pasa entre el pueblo. Ni siquiera creen que quede una gota de sangre borbónica en los actuales, por los libres juegos del amor. Antes estas cosas se resolvían bien, con los matrimonios morganáticos o las amantes de la casita escondida: el heredero se casaba con la que daba herederos, y los demás eran de fuera; 'de la mano izquierda', se decía, dando a la izquierda una vez más el valor de la libertad. No era moral, pero lo hacía todo el mundo. La institución de la querida tuvo toda clase de poesías, canciones, novelas y folletines en los periódicos. Su lenta desaparición forma parte de la reivindicación femenina. No parece serio que se practique aún en la realeza. Pero entiendo bien que los royalistes no crean en nada que no sea la sangre real.

En todo caso, me dicen mis buenos amigos monárquicos, el daño ya está hecho. Es un mal menor, pero es un mal: la familia real se ha dividido, ha habido dificultades entre todos los que debían estar unidos, el Príncipe se ha dejado llevar por la tentación, la solución que adopte va a ser poco natural. Uno de mis amigos me dice que, de todas maneras, él prefiere a Marichalar.

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