La ignorancia en el poder
Escribía yo hace poco que la sociedad ha dejado de creer que las diferencias que distinguen a un partido político de otro sean sustanciales. Eso es así en principio, pero lo cierto es que, sin mucha fe si se quiere, el ciudadano termina votando a uno de los dos. Y con razón, pues, por mínimos que sean, siempre hay matices. Hace poco más de un año, por ejemplo, siendo Clinton todavía presidente de Estados Unidos, un buque de guerra norteamericano anclado en Adén sufrió el impacto de una lancha suicida cargada de dinamita y, a consecuencia de la explosión, murieron alrededor de una quincena de marinos. Clinton anunció su voluntad de castigar a los culpables -hasta el presente sin éxito-, pero no declaró la guerra a Yemen, país en el que se había producido el atentado. Es decir, las medidas tomadas fueron infructuosas, pero al menos el ataque no dio lugar a represalias inadecuadas que causaran bajas inocentes. Lo que no dejó de ser un acierto, pues mejor que actuar mal es no actuar.
Los atentados del 11 de septiembre fueron, por supuesto, mucho más graves que el de Adén, pero no más próximos a un acto de guerra. ¿Una guerra declarada por quién? ¿Por Yemen entonces y por Afganistán ahora? No sin motivo se alzan voces de protesta por la forma de llevar esa guerra no declarada contra Afganistán. ¿Por qué Afganistán? Afganistán es la primera y principal víctima del régimen de los talibanes. Y una cosa es facilitar la creación de un gobierno propiamente afgano mientras se toman medidas policiales y se realizan operaciones tipo comando encaminadas a capturar a Ben Laden y desarticular su organización, y otra muy distinta es declarar a Estados Unidos en guerra y hacer de Afganistán el sujeto pasivo de esa guerra. En las listas de terroristas más buscados apenas si aparece un afgano. El propio Ben Laden es saudí, y saudíes son la mayor parte de los terroristas que participaron en los atentados del 11 de septiembre. También es de origen saudí el dinero de que disponen, así como el que reciben a modo de subvención la casi totalidad de los movimientos islamistas violentos del mundo entero. Sin embargo está fuera de lugar que Estados Unidos considere ni tan siquiera inamistosa la actitud de Arabia Saudí, a la que tiene por su mejor socio y aliado en Oriente Próximo. Imaginemos por un momento que La Meca fuera para los musulmanes lo que El Vaticano es para los católicos; y que Arabia Saudí fuese un país, ya que no como Italia, sí como Egipto, más o menos democrático, más o menos respetuoso con otros cultos y con los derechos humanos; un Egipto rico que con sus inversiones se convirtiera en motor del desarrollo de todos los países de Oriente Próximo. ¿Es inimaginable? Y si lo es, ¿por qué es inimaginable?
Empeñarse en considerar amigo a quien no se comporta como tal y designar un enemigo entre los muchos que simplemente no son amigos, no parece un buen planteamiento. Sin duda Ben Laden conoce mejor a Estados Unidos de lo que Estados Unidos conoce a Ben Laden y al mundo del que ha surgido. Si algo ciega a Ben Laden es su propio fanatismo: ¿cómo entender una sociedad democrática y laica como la occidental cuando se tiene la convicción de que el Paraíso abrirá sus puertas al terrorista suicida, cuando ni se concibe la duda al respecto, la posibilidad de que al terrorista muerto no le esté aguardando absolutamente nada? Así no es posible entender ni la sociedad occidental ni los valores culturales que la han conformado. El principal problema de la sociedad norteamericana, en cambio, reside en su desconocimiento del resto del mundo, un desconocimiento al que la sentencian sus propios planes de estudio, sus propias escuelas. La mayoría de los norteamericanos tendría grandes dificultades en situar países como Inglaterra, Japón o la India en un mapa mudo, o en improvisar algo acerca de Trajano, Carlomagno o Gengis Kan. Y sus dirigentes políticos son un fiel reflejo de esa sociedad. Existe además la creencia de que este tipo de conocimientos no es necesario y de que, cuando lo es, lo mejor es encargar un briefing a los expertos o buscar información en la Red. Y eso no es así: los conocimientos sólo son verdaderamente útiles cuando la persona los ha incorporado a su modo de ser y de pensar. Curiosamente, además, el recurso a los expertos ha resultado especialmente inútil debido, tal vez, a que por razones de afinidad se ha elegido a individuos que adolecen de las mismas carencias. Algunas de las decisiones tomadas en los días que siguieron al 11 de septiembre sembraron la zozobra en el mundo entero: se diría que las autoridades estadounidenses sólo se hubieran sentido cómodas si el enemigo hubiera resultado ser una especie de alienígena, alguien de color verde, por ejemplo, o fácilmente identificable por alguna peculiaridad física o gestual.
Es realmente llamativo que este tipo de situaciones se esté produciendo en el país que cuenta con las mejores universidades del mundo, lo que revela hasta qué punto cultura y política se hallan a veces distanciadas. Días atrás, en estas mismas páginas, un conocido analista internacional norteamericano, en un intento de glosar la situación, explicaba que, de no haber sido vencido el islam en la batalla de Poitiers por Carlos Martel, a estas horas en Cambridge se hablaría árabe. En Cambridge no se habla árabe fuera del departamento de Semíticas, es cierto. Pero también lo es que ello no se debe a Carlos Martel ni a Poitiers, una de esas batallas que sólo ha existido en el terreno de la fantasía, de una útil fantasía, lo que en la actualidad llamamos propaganda; que a los escolares se les siga mencionando la batalla como un hecho de carácter legendario no justifica que el analista desconozca la verdad. En las páginas de La Vanguardia -por poner otro ejemplo-, hace también pocos días, un diplomático estadounidense con treinta años de experiencia se refería a Irak y a Afganistán como prototipos de países intrínsecamente conflictivos, algo así como niños difíciles a los que la comunidad internacional se ve obligada a aplicar un severo correctivo aunque sólo sea para evitar que se castiguen a sí mismos. La culpa, a su entender, es del colonialismo europeo, que los abandonó a su suerte tras dotarlos de fronteras artificiales; una verdad de carácter tópico que no deja de contener un tremendo sofisma, ya que me gustaría saber qué país del mundo ha tenido la suerte de nacer con fronteras naturales. Desde luego, si los hubiera, Estados Unidos no se contaría entre ellos.
La sociedad norteamericana ha reaccionado repetidamente de forma ejemplar ante determinadas situaciones de crisis, tanto para respaldar al gobierno de la nación como para oponerse a su política. Nada le perjudicaría, sin embargo, que en las escuelas se enseñara cuando menos rudimentos de geografía, historia y cultura relativos al resto del mundo. Ni que una serie de actividades culturales la rescatara del autismo que padece. Ni que los medios de información la mantuvieran al tanto de lo que sucede en otros países, de su manera de ser, de sus riquezas y de su pobreza. Esto es: un conjunto de conocimientos que la indujeran a no sentirse ajena a esta pobreza -que no se arregla mandando paquetes- en la medida en que no deja de estar relacionada con el propio despilfarro.
Las huellas de ese autismo cultural y moral son con frecuencia perceptibles en las decisiones de los dirigentes políticos norteamericanos. Su gran éxito ha sido el de llevar a la quiebra al comunismo ruso. Pero el balance de sus restantes actuaciones internacionales -especialmente las de carácter bélico- no es precisamente alentador: en los últimos cincuenta años Estados Unidos ha logrado un costoso empate en Corea, perdió en Vietnam, fracasó en su intento de rescatar a los rehenes norteamericanos retenidos en Irán, se vio obligado a salir precipitadamente de Somalia y ha tenido que dejar sin respuesta los atentados sufridos por sus tropas en Arabia Saudí y en Yemen. Si Estados Unidos fuese un pequeño país cuya existencia careciera de proyección sobre los demás, su autismo no tendría demasiada importancia. Pero Estados Unidos es la mayor potencia mundial y cuanto haga o deje de hacer concierne también al resto del mundo. Y lo cierto es que hoy por hoy está totalmente fuera de lugar el paralelo que Kaplan establece en Viaje a los confines del Imperio entre los últimos presidentes norteamericanos y los principales emperadores romanos. Marco Antonio, según Plutarco, dijo que la grandeza de Roma habría que medirla no por lo que quitaba, sino por lo que daba. ¿Podría decirse lo mismo de Estados Unidos?
Luis Goytisolo es escritor.
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