La Cataluña maleducada...
La frase, de raíz bricalliana, es de Josep Cuní, al que en sus ratos libres le da por ser brillante. 'Cataluña está a medio hacer', dice con un punto de ironía cuando le ponemos cara de evidencia, y sigue: 'El problema es que hemos decidido que no queremos acabarla'. En esa misma mañana de sobrealimentación intelectual, Bricall me lanza uno de sus dardos inspirados. '¿Cataluña es una nación o directamente una provincia?', le pregunto, y responde: 'Cataluña es una provincia y encima maleducada'. Puesto que una no sólo tiene respeto sino admiración por estos dos nombres propios de la Cataluña inteligente, me paro a reflexionar las ideas en cuestión que resumo en una: la provincialización de Cataluña, ¿es un hecho? ¿Por ello nos hemos vuelto más grises, más mezquinos, más abúlicos, más... maleducados? Finalmente, ¿lo nuestro es una institución de gobierno o una diputación arregladita, más o menos grande? Visto lo visto en estos días de sonoro sopapo americano en el corazón mismo del orgullo catalán, con la Warner cachondeándose de la petición lingüística -mientras no duda en proyectar su Harry Poter en francés para el Quebec-, casi estoy por pensar que ni a diputación llegamos, como mucho a escalera de vecinos con presidente incorporado. Y eso que el consejero superviviente -vaya, vaya, Vilajoana, ¡cuántas vidas tiene el gato!- paseó su body posmoderno por las calles de Manhattan para que los americanos supieran situar Cataluña en el mapa. Debía de ser el mapa de Georgia el que publicitó con estimable dinero público, porque lo que es pintar, ni con Titán pintamos nada.
Diputación. No era ésa la idea cuando restituimos la institución de la Generalitat y, con ella, pensamos restituir una nación moderna, recuperada de sus viejas miserias, reconstruida para el futuro y no para la nostalgia. Habrá quien dirá que Tarradellas ya lo dijo y que ésa era su idea como estadista: la construcción moderna de un país a través de un poder moderno. Pero más allá del debate del tarradellismo, me interesa la realidad pesante, tangible, que tanto acongoja a algunos de nosotros. ¿Qué ha pasado? Y ¿ha pasado realmente? Pienso que sí, que nuestro viaje hacia la nación pura se ha convertido en un contraviaje hacia la provincia impura y que los errores están ahí, evidentes a pesar de no ser vistos, implacables. Tres son tres los sustantivos que, desde mi punto de vista, sustantivan la derrota de un presente tan frustrado de pasado esperanzador: acobardamiento, improvisación y mezquindad. Lo primero que ocurrió en el principio de los tiempos -que 22 años son un tiempo- fue la tremenda cobardía con que los restituyentes restituyeron el poder. Lejos de la visión un poco gaullista -quizá camboniana- de Tarradellas, que entendía la lógica del poder, los que llegaron luego tuvieron una concepción tan provinciana de lo que era gobernar que se esmeraron por gobernar poco, y así llenaron el edificio de la Generalitat de todos los sacos de intangibles que pudieron encontrar en los basureros del recuerdo, pero los vaciaron de tangibles incómodos. Pujol se ha pasado la vida reivindicando poder para Cataluña -mérito no discutido-, pero ha hecho todo lo posible para ser poco poder y, ¡ay!, ha gestionado todo lo poco que ha podido el poco poder acumulado. Los errores de bulto en la concepción inicial de la Generalitat, pero sobre todo la falta absoluta de una estrategia inteligente y unitaria para dotar a la institución de los instrumentos de un poder real -fuera Cataluña el poder mismo o fuera la representación del poder del Estado-, hacen creer que no estamos ante un fracaso político. Estamos ante una incapacidad histórica. Miedo. Miedo a pasar de ser héroe de la resistencia a presidente de la normalidad. Por eso la cultura de la resistencia ha continuado siendo la gramática que la Generalitat ha utilizado para escribirse en el mundo: porque permitía no gobernar... Y a la gramática de la resistencia, el idioma de la improvisación. Cabe pensar que habríamos podido superar errores iniciáticos, pero dos décadas de puro tactismo circunstancial, sin estrategia de fondo en ningún tema central y con una política deliberada de ausencia de objetivos -la proverbial y tan magnificada ambigüedad-, han consolidado ese gobierno poco monta poco manda que al final no manda nada. Podemos decir sin equivocarnos demasiado que tenemos más presupuesto que voluntad presupuestaria, y eso que somos deficitarios. Ahí está, mírenla, mírenla, la magnífica denuncia de Andreu Missé en este diario sobre las inversiones de la Generalitat... El tactismo se ha demostrado electoralmente eficaz, a pesar de ser una enorme estafa política, pero sobre todo ha confirmado lo dicho anteriormente: que este Gobierno no tiene concepción de poder, no tiene Cataluña en la cabeza -en el sentido en que la tuvo, por ejemplo, Prat de la Riba, del cual aún vivimos-, no la tiene en el sentido de alto voltaje que requeriría tan notable empresa. Como si fuera una obra de Brecht con pequeñoburgueses incluidos, nuestro gobierno ha actuado con miras muy estrechas, porque es en el estrechismo donde se siente seguro. Hay que ser muy grande para aspirar a horizontes lejanos. No es el caso.
La mezquindad es la consecuencia immediata de lo estrecho. Tantos años de pequeña política, gremialista, localista, ensimismada en lo etéreo, nos han hecho bastante mezquinos. No sé si maleducados, como dice Bricall, aunque el trato que damos a los grandes personajes parecería confirmarlo. 'La envidia es el síntoma natural de la mediocridad', me dicen. Y debe de ser, porque ante todo somos envidiosos. Mezquindad de pueblo que ha pasado de llorar su pequeñez a sentirse encantado de ser pequeño, y no hablo en términos demográficos. Como si la nación quedara bien en lo emotivo, pero lo realmente tranquilizante fuera la dimensión de la provincia. Diputación más que gobierno, patriarca más que presidente, tactismo en lugar de estadismo. ¿Cataluña está, pues, a medio camino? ¡Qué puñetas! Cataluña está encantada de no ir a ninguna parte.
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