Los lugares de un mapa interior

Ya en Las afueras (1997), primer libro de Pablo García Casado (Córdoba, 1972), se advertía la originalidad de una voz sustentada en un lenguaje seco, directo e irónico y, a la vez, rebosante de capacidades emotivas y de puertas a la reflexión sobre el mundo y sobre la realidad, sobre la propia memoria. No desdeñaba García Casado, en ese libro, la utilización de rasgos y contenidos del lenguaje publicitario y de los mass media, ni de ese peculiar idioma 'informativo' que brota de los altavoces de las estaciones ferroviarias o de los aeropuertos. Ahora, en El mapa de América, esa radical apelación a los símbolos de la contemporaneidad cobra la forma de un mestizaje que tiene mucho que ver con el proceso de esponjamiento de las fronteras culturales y lingüísticas que acompaña a la llamada globalización. La cultura norteamericana hace tiempo que dejó de ser patrimonio de los escritores de lengua inglesa nacidos al otro lado del Atlántico. A lo largo del último medio siglo, gracias, sobre todo, al impulso del cine, ha sido metabolizada y procesada por la memoria cultural de Europa y ha pasado a formar parte del patrimonio íntimo de varias generaciones de escritores. No es de extrañar que Pablo García Casado se sumerja en ese medio para expresar poéticamente un estado de ánimo, para tantear la realidad que condiciona la vida cotidiana de un sujeto poético marcado, sobre todo, por la soledad y para pulsar el fondo del desarraigo que caracteriza esa etapa del ser humano en que adolescencia y juventud se confunden e interaccionan. Automóviles que avanzan, contra la noche, por carreteras solitarias, hacia el Sur o hacia el Oeste, amores que se consuman en un bar o en un motel de las afueras, niñas que se han hecho mujeres sin apenas transición, escenas de violencia con un fondo de luces de neón junto a gasolineras perdidas, son algunas de las instantáneas sobre las que García Casado construye sus poemas. Todas respiran esa conciencia de la desolación y de la incertidumbre que es posible advertir en la pintura de Hopper, o en los personajes de los relatos de Carver, Tobias Wolf o Richard Ford, o en el cine de Cassevettes, Bodganovich o Wim Wenders (el de París Texas, sobre todo). Conciencia de la desolación que es, en el fondo, nostalgia de lo no vivido, quizá de lo vivido a través de la lectura o del cine. Pero que es también amor y deseo concentrados en la experiencia (vivida o imaginada) del viaje, único lugar donde es posible encontrar las raíces del sujeto que protagoniza el libro. Con tales materiales no era difícil caer en el pastiche y en el tópico o en la tentación de construir un culturalismo a medio camino entre la añoranza de la beat generation y el realismo sucio. García Casado ha sabido conjurar ambos riesgos con el único utillaje de que dispone el poeta: el lenguaje. Lo ha hecho dotándolo de una luz esperanzada y misteriosa a la vez (incluso cuando alude a los aspectos menos líricos de la realidad) y de una pátina de compasión emocionada (especialmente cuando nos refiere la experiencia de la humillación), calidades que el lector asume y hace suyas sin especial esfuerzo y que ponen de relieve que el uso de determinados recursos propios de la vanguardia (la ausencia de puntuación y una dicción seca, casi telegráfica: 'Miss x miss x ofertas en menaje / negros al volante de camiones de reparto / leche fresca en los frigoríficos miss x miss x hay un dolor / de uniformes guardados en naftalina') no están reñidos, ni mucho menos, con la capacidad de transmitir al lector ese temblor entre dolorido y gozoso que distingue toda buena poesía.