Pasiones
SE CUMPLE AHORA un cuarto de siglo de la publicación de La infancia recuperada, el libro que escribió Fernando Savater para reivindicar las pasiones literarias en medio de una atmósfera muy contaminada por el experimentalismo destructivo y las modas teóricas de disfraz y vocabulario cientifista. El deslumbramiento del joven atrapado en la aventura de un libro, en la red de placeres, intrigas y odios que se extiende bajo la luz de las lámparas nocturnas, sirvió para contrarrestar una inercia desbocada, que había convertido la búsqueda de originalidad en un campo de ocurrencias gratuitas, y la voluntad de conocimiento en un empleo dogmático de criterios y jergas que caían sobre poemas, novelas o dramas con la flexibilidad del hormigón. Por el azar de los intereses y las oportunidades sentimentales, cada lector guarda en los secretos de su piel cambiante algunos libros verdaderos. Uno de los míos es La infancia recuperada, y no porque me enseñara a despreciar el riesgo innovador y el debate teórico, sino porque aprendí que la teoría y la búsqueda creativa sólo son leales a su sentido original cuando se justifican en el amor por la literatura.
La teoría literaria ha supuesto una de las aportaciones intelectuales más importantes del siglo XX, y es difícil encontrar hoy otro espacio en el que se discuta con tanta seriedad sobre política, sexo, mitos esencialistas, tradiciones nacionales, condiciones subjetivas, ilusiones y sospechas. Pero también resulta difícil encontrar una disciplina en la que se haya cogido tantas veces el rábano por las hojas, transformando una simple perspectiva en todo un método exclusivista, hipertrofiado en sus propios valores. La necesaria puesta en duda, por ejemplo, del biografismo decimonónico, que había confundido la Historia de la Literatura con la historia de las vidas de los escritores, llegó a desembocar en la estúpida sentencia a muerte del autor, como si la mano que escribe y la voz inventada no fuesen un ámbito imprescindible de significación histórica y literaria. Más que a formular preguntas y a plantear debates, la hipertrofia escolar se ha dedicado a eludir los problemas con una terminología científica de pobres resultados. El eclecticismo, la impertinencia teórica y la pasión lectora han supuesto a lo largo del siglo una admirable vacuna contra la prepotencia de los taxidermistas, capaces de confundir el estudio objetivo de un poema con declaraciones tajantes de odio a la literatura y a los escritores. La infancia recuperada me enseñó que la admiración y el deseo no son valores necesariamente excluidos de las tareas del conocimiento. Y es que, en el fondo, la pasión lectora, con su plenitud sentimental, representa mejor que nada la voluntad de poder y apropiación que hay en todas las creaciones de sentido.
Hay muchos profesores de literatura que odian la literatura, como hay poetas que odian la poesía y novelistas que sienten una agudísima repugnancia por su género, es decir, por todo lo que escriben los demás. Parece sorprendente, pero es una de las primeras lecciones angustiosas que soporta el letraherido. Cuando Savater publicó su libro estaban de moda los novelistas que pretendían romper el lenguaje y los poetas dispuestos a matar el género, y la verdad es que estuvieron a punto de conseguirlo. Pero la literatura española, debido en parte a la pasión de los lectores, recobró su salud creativa por caminos poco experimentalistas, pero muy ambiciosos, como los que señalaron las novelas de Marsé y los poemas de Gil de Biedma. Muchas de las polémicas de hoy son únicamente rabietas por guerras perdidas hace más de un cuarto de siglo.
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