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Columna
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La banalidad del mal

'El concepto del mal puede ser incompatible con la naturaleza misma de la vida moderna', afirma Delbanco. ¿Hemos perdido la capacidad de responder al mal simple y llanamente porque ya no somos capaces de reconocerlo? ¿Está en lo cierto Alberoni cuando afirma que junto con la crisis de lo sagrado se ha extendido en nuestras sociedades modernas el rechazo de conceptos tales como el de culpa? ¿Es el idiota moral, definido por Bilbeny como aquel que 'no siente la contradicción', el individuo potencialmente representativo de la forma de ser humanos en el siglo XX? Hannah Arendt nos ofrece en su libro de 1963 Eichmann en Jerusalén el más estremecedor análisis de esa personalidad moralmente idiota, cuya característica más sobresaliente es, simplemente, su absoluta normalidad.

Arendt, que siguió día a día el juicio contra el jerarca nazi Adolf Eichmann (el único que fue juzgado y condenado por un tribunal judío), sostiene que, a pesar de los esfuerzos del fiscal para presentar a Eichmann como un 'monstruo', aquella persona responsable de crímenes horribles contra miles y miles de personas no era otra cosa que un 'payaso' (literalmente, según las propias palabras de Arendt) inca-paz de distinguir el bien del mal. Pero tal incapacidad no tenía nada que ver con patología ninguna, ni con una mentalidad ofuscada por delirios ideológicos. Seis psiquiatras certificaron durante el juicio que Eichmann era un hombre 'normal', e incluso que en sus relaciones con su esposa e hijos, padres, hermanos y amigos era 'no sólo normal, sino ejemplar'. Pero los jueces no pudieron asumir esta conclusión, convencidos de que ninguna persona normal podía haberse prestado a colaborar con unos crímenes tan horribles.

Para Arendt, en cambio, el problema de Eichmann no estribaba en su inmoralidad, en su maldad, sino en su normalidad, una normalidad que, sin embargo, no le facultaba para ponerse en el lugar de sus víctimas: 'No era posible establecer comunicación con él, no porque mintiera, sino porque estaba rodeado por la más segura de las protecciones contra las palabras y la presencia de otros, y por ende contra la realidad como tal'. El libro de Hannah Arendt lleva el subtítulo Un estudio sobre la banalidad del mal. Eichmann era un hombre corriente, un hombre normal. Esto es lo más terrible de todo.

En 1974, Stanley Milgram, psicólogo de la Universidad de Yale, realizó un experimento en virtud de cual individuos normales aplicaban descargas eléctricas a otras personas, descubriendo la facilidad con la que somos capaces de someter a tratos crueles a otros seres, máxime si conseguimos distanciarnos física y psíquicamente de las víctimas. Milgran descubrió, en palabras de uno de los comentaristas de su experimento, al 'Eichmann latente oculto en el hombre corriente'. De ahí la estremecedora facilidad con la que algunos cortan las patas a una docena de perros y los abandonan en su agonía. La misma con la que otros asesinan a un semejante a quien jamás habían visto.

Escribe Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto que 'el pluralismo es la mejor medicina preventiva para evitar que personas moralmente normales participen en acciones moralmente anormales', ya que 'la voz de la conciencia individual se oye mejor en el tumulto de la discordia política y social'. Es bien sencillo: a más pluralismo, menos espacio social para el idiotismo moral. Algo marcha muy mal en la sociedad y en la política vascas cuando sujetos normales, tan normales que a nadie llaman la atención, tan normales que a cualquiera pasan desapercibidos, son capaces con pasmosa facilidad de 'abolir la certeza de que cada organismo asesinable pertenece a una conciencia sufriente' (Delbanco).

Y eso que marcha mal, eso que falla en Euskadi, tiene poco que ver con cuestiones políticas susceptibles de ser sometidas a la discusión razonable, incluso si tal discusión se vuelve airada. Tales cuestiones son secundarias. Igual que cortar las patas a un perro tiene poco que ver con otra cosa que no sea ese idiotismo moral que convierte el horror en un asunto banal.

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