Guzmán y Viriato polemizan
Que el PP y el PNV andan a la greña no es un ningún secreto sino un grito multimediático. Aznar, como si fuera Guzmán el Bueno, se ha encerrado en una idea fija: el PNV comparte fines con ETA y por eso sus aspiraciones son no sólo espúreas sino que corrompen todo su quehacer político. De hecho hasta les lanza el simbólico puñal invitándoles a que le ensarten destruyéndole de paso la fijación. Ibarretxe persiste machacudo en que hay que dialogar y lo grita desde la ciudadela, a su juicio, inexpugnable del conflicto político vasco. Si Viriato hubiera sido vasco -¿por qué con tanta historia heroica que dicen hubo no habrá habido ningún Asterix?-, él sería Viriato subido al montón de piedras cantábricas que no hollarán los romanos.
Pues bien, tanto Viriato como Guzmán aciertan y se equivocan. Guzmán se equivoca pensando que, por el hecho de compartir fines, el PNV deba ser irremisiblemente condenado y se equivoca porque resulta imposible controlar que haya quien se apunte a los fines de uno desde las estrategias más reprobables. Se debe reconocer al PNV la condena de los métodos de ETA pues asegura condenarlos con firmeza. Ahora bien, y ahí es cuando acierta Guzmán, compartir indirectamente fines implica que todos cuantos los comparten se benefician de los medios. Por eso el PNV debería no sólo mostrarse inflexible contra todas las clases de violencia y los modos de promoverla y organizarla, sino también contra todas aquellas expresiones que surgen de sus propias filas justificando ambas derivas, al estilo de aquella tan bucólica que acuñó Arzalluz con la recogida de nueces y el gran sacudidor.
¿En qué acierta Viriato? En afirmar que se le está tratando injustamente por cuanto no se le reconocen los esfuerzos por separarse de la violencia y reprimirla. Pero se equivoca en andar reclamando un diálogo o negociación que sólo tiene por objeto que los demás acepten íntegra su postura. Su postura de partido -ahí Guzmán tiene razón- y no de esa entelequia que han confeccionado -y compartido- llamada Pueblo Vasco o Euskal Herria, en clara aceptación de la denominación utilizada por sus indeseables compañeros de viaje. El PNV también acierta cultivando la ambigüedad, acierta pro domo sua, es decir porque sirve a sus intereses. Hablar de autodeter-minación como forma engañosa de referirse a la secesión crea el desconcierto, pues nadie sabe si se pretende la independencia o eso que también empieza por auto y se llama autogobierno, autonomía o autopista. La confusión aumenta cuando, además, se deja caer que podría haber una consulta para decidir sobre si se puede decidir, con lo que nadie sabe qué es lo que decidiría ni si habiendo dicho que le parece bien decidir que hay que decidir lo tomen como que ha manifestado sus ganas de autodeterminarse y se ahorren la consulta decisiva.
Un embrollo, sí. Por eso nada tiene de extraño que los ánimos se crispen. A Guzmán le revienta toda esa ceremonia de la confusión cultivada por el nacionalismo contra la que se ve impotente, y, a Viriato, que posturas del estilo de las que defiende Guzmán las tenga en casa, con todas las matizaciones, cautelas y disparidades que se quiera, pese a llevar 100 años de partido y veintimuchos de gobierno combatiéndolas impotentemente. Visto lo visto no parece que vaya a producirse un desarme verbal, porque los griegos ya nos advirtieron de que las palabras pueden servir no ya para convencer sino para mantener a los propios activados. Por crispada y pelma que se muestre la polémica, está, sin embargo, para recordar que la democracia consiste menos en la ausencia de conflictos que en su abundancia y resolución. Sólo que éste, en particular, como es falso -hágase la parte de lo argumentativo y del recurso a principios apriorísticos tomados por dogmas de fe, desdéñense las profecías autocumplientes- no puede resolverse más que en ruido. La prueba es que cualquier medida política concreta que no tenga en cuenta la totalidad es recibida como un menoscabo y una burla que alimenta el bochinche.
Entre tanto, ronda la muerte pidiéndonos memoria para las víctimas como José María Lidón, y cárcel e ignominia para sus asesinos.
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