De la Lliga al último Pujol
Está corriendo el año y hasta ahora, que yo sepa, nadie habla de un centenario ilustre para el catalanismo político: el de la Lliga Regionalista, fundada por Enric Prat de la Riba en la primavera de 1901. ¿Se deberá tal vez el silencio a la sospecha de que hubiera de conmemorarse, más que el siglo de una fundación, el final de un ciclo?
Es bien sabido, porque, entre otras cosas, sus protagonistas lo han proclamado a menudo, que el llamado pujolismo, con su versión conservadora del nacionalismo catalán y su estrategia españolista, se ha inspirado en el pensamiento y en la acción de aquella Lliga que inauguró aquí el siglo XX y que tuvo a Prat y a Cambó como sus dirigentes más conspicuos. Si a Pujol se le ha podido comparar con el primero, le corresponde a Miquel Roca el honor de asemejarse al segundo.
La Lliga Regionalista nació para sustituir en Cataluña a los diputados cuneros de la oligarquía de partidos dinásticos españoles, el conservador y el liberal. Con los años, los agentes electorales de Maura o Canalejas se fueron pasando a las filas de la Lliga, pero, en todo caso, el regionalismo catalán -de un nacionalismo más histórico-cultural que estatal- inició un largo periplo de encuentros y desencuentros con los gobiernos de Madrid, según como iban pintando las circunstancias económicas y sociales. Por un lado, la Lliga y los conservadores se enfrentaron a causa de la autonomía política reivindicada, pero, por otro, ambos tenían como enemigo común a republicanos, federales, socialistas y, en general, al movimiento obrero.
Toda una historia de 100 años puede resumirse en el pulso mantenido en pro de una descentralización política que nunca concedió el Gobierno de Madrid, pese a las campañas y el liderazgo regionalista que Cambó llevó a cabo por toda España, y, al mismo tiempo, en la protección solicitada -policial y militar- cada vez que, en 1909, 1918 y en los años siguientes, la cuestión social frenaba el autonomismo reivindicador y se recuperaba, gracias al Estado, la seguridad de unos intereses antepuestos, amb seny, al patriotismo.
Mientras tanto, el federalismo republicano, que había llevado a cabo las primeras iniciativas democratizadoras en España durante el siglo XIX desde Cataluña, se hizo con la bandera nacionalista y la acabó transmitiendo a la izquierda social. Gracias a Esquerra Republicana de Catalunya, apoyada por sus aliados republicanos y socialistas españoles, llegó por fin la primera autonomía catalana. Pero durante la II República, la Lliga de Cambó, monárquica y conservadora, hizo causa común con la derecha española hasta el punto que, desde su minoría en el Congreso de los Diputados, impugnó ante el Tribunal de Garantías Constitucionales la moderada y equitativa ley de contractes de conreu, redactada por un notario tan prudente y conocedor del agro catalán, como Roca i Sastre. Suspendido el Estatut por los sucesos de 1934, gente de la Lliga Catalana ocupó las instituciones vacías de contenido y controladas por los gobiernos derechistas de Madrid. La Esquerra de Macià y Companys, aliada a la Unió Socialista de Comorera, fue derrotada en su defensa de la autonomía de Cataluña y de la democracia social republicana. Como culminación dramática de todo ello, la guerra civil llevó a Cambó a dar su apoyo a Franco, y durante el régimen de éste, algunos jóvenes lligueros colaboraron durante años a mantener el orden que él impuso.
En definitiva, el rasgo esencial de las relaciones entre el catalanismo conservador y la derecha tradicional española ha sido a lo largo de un siglo el interés rival por una hegemonía en Cataluña y el interés común de cerrar el paso a un tercero en discordia: la izquierda catalana. A la hora de enfrentarse con ésta, la alianza conservadora ha funcionado siempre, si no a la perfección, por la rivalidad antedicha, sí de forma muy efectiva cuando ha sido preciso.
En tal sentido, unas recientes declaraciones del líder del Partido Popular en Cataluña, señor Fernández Díaz, cierran con broche de oro esa alianza secular y, de alguna forma, son un buen homenaje a ese centenario que estoy recordando y que otros parece que no quieran ni mentar. Sus palabras fueron, si no leo mal la prensa, las siguientes: 'CiU ha de ser consciente de que le conviene un PP fuerte en Cataluña, decisivo para frenar en 1995 y 1999 el cóctel de izquierda y nacionalismo'.
Decisivo, ciertamente, en esas fechas cercanas y pasadas, pero, implícitamente, decisivo no menos en el año 2003, sin necesidad de recordar que ya lo está siendo en el Parlament desde las últimas elecciones autonómicas, aunque sólo sea por un escaño. El apoyo del partido presidido por José María Aznar al último Pujol no tiene otro sentido que el de siempre: impedir que la izquierda nacionalista y socialista -ese cóctel, por no llamarlo contubernio- pueda gobernar en Cataluña. Y se trata de un precedente inequívoco que apunta a lo ya prometido: el apoyo que Artur Mas tendrá en las próximas elecciones para que éstas (con la actual ley electoral siempre mediante y decisoria) no vuelvan a ser ganadas en votos o en escaños por la izquierda.
Durante un siglo, la pugna entre dos nacionalismos, el español y el catalán, no ha sido tan importante a la hora de la verdad como el choque entre las fuerzas de la conservación y las del cambio. La primera ha pretendido ocultar el segundo a través del conocido recurso a la patria común por encima de los intereses y los proyectos de unos y otros. Pero los ciudadanos que, una y otra vez, han luchado por cambiar las cosas para lograr y potenciar más la democracia y el autogobierno, han asumido con mayor coherencia el patriotismo nacional y la justicia social ya desde los primeros federales de hace más de un siglo.
Hoy la historia se repite, pero los centenarios se suelen celebrar tanto para el recuerdo como para imaginar el futuro. ¿Seguirá teniéndolo este ciclo histórico o habrá que darlo por concluido? ¿Centenario o final de ciclo? Para unos, por lo visto, ni una cosa ni otra. De momento.
J. A. González Casanova es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Barcelona.
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