Leer en un momento de catástrofes
Mefistófeles: 'No Señor, creo que, como siempre, todo está podrido'.
Goethe, Fausto, 'Prólogo en el Cielo'.
Unos años después de la muerte de Kafka, los nazis se llevaron a Milena, la mujer que tanto había amado, y la enviaron a un campo de concentración. De repente, la vida parecía haberse convertido en lo contrario: no en la muerte, que es una conclusión, sino en un estado loco y sin sentido de sufrimiento brutal, que no se había desencadenado por ninguna falta visible y no servía para ningún fin visible. Para intentar sobrevivir a esta pesadilla, a una amiga de Milena se le ocurrió un método: recurriría a los libros que había leído, que permanecían almacenados en su memoria. Entre los textos que se obligó a recordar se encontraba una historia corta de Maxim Gorki, A Man Is Born .
Cuando el mundo se vuelve incomprensible, buscamos un lugar en el que la comprensión se exprese en palabras
La historia cuenta cómo el narrador, un joven, mientras paseaba un día por las costas del mar Negro, se encontró con una campesina que gritaba de dolor. La mujer está embarazada; ha huido del hambre de su pueblo natal y, ahora, aterrorizada y sola, está a punto de dar a luz. A pesar de sus protestas, el choco le ayuda. Baña al recién nacido en el mar, hace un fuego y prepara el té. Al final de la historia, el joven y la campesina siguen a un grupo de otros campesinos: con un brazo, el joven ayuda a la mujer; en el otro lleva al bebé.
Para la amiga de Milena, la historia de Gorki se convirtió en un paraíso, un pequeño lugar seguro al que podía retirarse para protegerse del horror diario. No daba significado a su terrible situación, no la explicaba ni la justificaba; ni siquiera le ofrecía ninguna esperanza para el futuro. Sencillamente existía como punto de equilibrio, recordándole la existencia de la luz en un momento de oscura catástrofe.
Catástrofe: un cambio repentino y violento, algo terrible e incomprensible. Cuando las hordas romanas, siguiendo el dictamen de Catón, arrasaron la ciudad de Cartago y cubrieron los escombros de sal; cuando los vándalos saquearon Roma en el 455 dejando la gran metrópolis en ruinas; cuando los primeros cruzados cristianos entraron en las ciudades del norte de África y después de asesinar hombres, mujeres y niños incendiaron las bibliotecas; cuando los Reyes Católicos de España expulsaron de sus territorios las culturas de los árabes y los judíos, y el rabino de Toledo arrojó al cielo las llaves del arca para ponerlas a buen recaudo hasta que llegaran momentos mejores; cuando Pizarro ejecutó al hospitalario Atahualpa y destruyó por completo la civilización inca; cuando se vendió el primer esclavo en el continente americano; cuando los colonos europeos contaminaron deliberadamente a grandes cantidades de nativos americanos con mantas infectadas de viruela en lo que se debe considerar como la primera guerra biológica del mundo; cuando los soldados de las trincheras de la I Guerra Mundial se ahogaron en el fango y con los gases tóxicos en su intento de obedecer órdenes imposibles; cuando los habitantes de Hiroshima vieron cómo se les desprendía la piel del cuerpo bajo la gran nube amarilla que se alzaba en el cielo; cuando la población kurda fue atacada con armas tóxicas; cuando los tutsis fueron cazados con machetes en Ruanda, y ahora, cuando los aviones suicidas chocaron contra las Torres Gemelas de Manhattan y dejaron al mundo de luto; en todas estas catástrofes, puede que los supervivientes, igual que la amiga de Milena, hayan buscado en un libro algo de alivio para su dolor y una cierta promesa de cordura.
Para un lector, puede que ésta sea la justificación fundamental, quizá la única justificación, para la literatura: que la locura del mundo no nos absorba por completo aunque invada nuestros sótanos (como indicó Machado de Asís) y después se adueñe poco a poco del comedor, del salón, de toda la casa. El poeta Joseph Brodsky, prisionero en Siberia, encontró el alivio en los versos de W. H. Auden. Para Reinaldo Arenas, encerrado en las cárceles de Castro, estaba en la Eneida. Para Oscar Wilde, en Reading Goal, en la palabra de Cristo. Para Haroldo Conti, torturado por los militares argentinos, en las novelas de Dickens. Cuando el mundo se vuelve incomprensible, buscamos un lugar en el que la comprensión (o la fe en la comprensión) se haya expresado en palabras.
El martes 11 de septiembre, después de oír las increíbles noticias, abrí las Memoirs d'Outre-Tombe de Chateaubriand y me encontré con lo siguiente: 'La Revolución me habría arrastrado si no hubiera empezado con el asesinato: vi cómo llevaban la primera cabeza en lo alto de una pica y retrocedí. Para mí, el asesinato jamás será un objeto de admiración ni un argumento para la libertad; no conozco nada más servil, más despreciable, más cobarde, más estrecho de miras que un terrorista'. A través de los siglos, Chateaubriand me habla de mi propio tiempo y lugar.
Cada acto terrorista exige su propia justificación. Se dice que antes de ordenar cada nueva atrocidad, Robespierre solía preguntar: '¿En nombre de qué?'. Pero todos los seres humanos, en su fuero más profundo, saben que no es posible justificar ningún acto terrorista. La constante crueldad del mundo (y también, a pesar de todo, sus milagros diarios de belleza, amabilidad y compasión) nos dejan perplejos porque no obedecen a ninguna razón. La cualidad primordial del universo parece ser la gratuidad. En un intento por llevar el acto creativo lo más lejos posible fuera de los confines de la mente racional, por liberarlo de prejuicios y convenciones, André Breton, en el segundo Manifiesto surrealista de 1930, sugirió escandalosamente que 'el acto surrealista más sencillo consiste en tirarse a la calle, pistola en mano, y disparar a ciegas contra la multitud, tan rápido como pueda apretarse el gatillo'. Se refería a que la acción existía exclusivamente en la esfera de la imaginación. Escribía sobre literatura; la realidad se apropiaba de lo que escribía.
Somos conscientes de todo esto, y también conocemos las viejas verdades: que la violencia engendra violencia, que todo el poder es abusivo, que el fanatismo es el enemigo de la razón, que la guerra jamás es gloriosa excepto para los vencedores que creen que Dios está del bando de los grandes ejércitos, que todas las vidas humanas son preciosas. Éste es el motivo por el que leemos, y el motivo por el cual en momentos de oscuridad recurrimos a los libros: para encontrar palabras para lo que ya sabemos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.