Pasos perdidos, tierra ganada
Manane Rodríguez vive aquí, en un rincón de Madrid, desde hace mucho tiempo. Es una mujer uruguaya que cuando era muy joven oyó de cerca, procedentes de la otra orilla de un río de mar de plata roja de sangre humana vertida; y también, más tenues, del otro lado de la acera de su calle en Montevideo, ecos del estruendo de paredes adentro del genocidio que militares con vocación homicida, gentes de ninguna parte disfrazados de argentinos, emprendieron contra la gente argentina.
Ahora, dos décadas después de una devastación que, como ésta, ocurre siempre ayer, Manane Rodríguez acaba de hacer, con nítidos rastros de la memoria de los ecos que vivió, Los pasos perdidos, una película libre y generosa, que se adentra con severidad y con serenidad, y allí gana una hermosa parte de la tierra perdida, en el territorio de una trágica batalla íntima, para tirar de una de las innumerables hilachas que se desprendieron de la violencia de su desgarradura. La película desvela así el secreto a voces de que era del gusto de aquellos funcionarios trituradores de vidas adornar su oficio secuestrando y haciendo pasar por suyos a los niños que las muchachas trituradas por ellos tenían en brazos, o gestaban y llevaban dentro cuando entraban en su rueda trituradora.
LOS PASOS PERDIDOS
Directora: Manane Rodríguez. Guión: Xavier Bermúdez y M. Rodríguez. Intérpretes: Federico Luppi, Irene Visedo, Luis Brandoni, Concha Velasco, Juan Querol, Jesús Blanco. Género: drama. España y Argentina, 2001. Duración: 104 minutos.
Una de aquellas niñas arrancadas con un zarpazo del vientre de su madre trajo hace veinte años sus pasos perdidos a España y aquí fue, desde el otro lado del planeta, identificada por su luminoso, terco y justiciero abuelo materno, que al identificar a la niña robada volcó toda su energía moral en la pasión de devolver a la sombra de su hija muerta la luz de su nieta viva. Estamos ante una ficción absoluta y por consiguiente absolutamente verídica. Y, en el delicado idilio que Los pasos perdidos trenza y representa, el leve roce entre el abuelo argentino Federico Luppi y su nieta española Irene Visedo lleva dentro una de las más graves y delicadas historias de amor dichas, o más exactamente murmuradas, por el cine cercano, vivo, familiar, reciente y con sabor a cosa nuestra.
No es Los pasos perdidos una película redonda. Es conmovedor el diálogo nunca dicho entre el viejo genio Luppi y la magnífica muchacha Irene. Pero el círculo del relato -que se abre en la sutil, honda secuencia onírica de arranque y se cierra en la emotiva escena casi documental del epílogo, ambas con escenario bonaerense- tiene menos consistencia en el desarrollo madrileño de la intriga, que cojea en dos personajes esenciales, pero esquemáticos y no bien construidos, los del padre militar asesino y ladrón de la niña y el de su madre adoptiva cómplice, que interpretan con exceso de mecánica y de subrayados Luis Brandoni y Concha Velasco. Pero ni éstas caídas en el estancamiento privan a Los pasos perdidos del territorio lírico y moral que ha ganado con su coraje y su instinto de captura de la verdad.
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