_
_
_
_
Tribuna:EL DEBATE SOBRE LA AUTODETERMINACIÓN
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

¿Ha llegado la hora?

La línea política del nuevo Gobierno nacionalista, una vez aparcada la vía Lizarra, dibuja el siguiente esquema de pasos sucesivos: a) deslegitimación del Estatuto ante la opinión pública (por la doble vía de reclamar una lectura maximalista y descontextualizada de su contenido, al tiempo que se acusa a Madrid de regresión involucionista); b) exigencia de un nuevo 'punto de encuentro' entre los vascos que sustituya al estatutario (meeting point que se convierte al mismo tiempo en física y políticamente imposible, al anunciar el nacionalismo que no dejará en ningún caso de moverse en su trayectoria hacia la independencia); c) por último, levantada acta de constancia de lo anterior (la 'falta de diálogo' de que nos habla permanentemente el lehendakari funciona así como una self fullfilling prophecy) se anuncia el forcejeo institucional y el tensionamiento social para conseguir una consulta popular sobre el derecho de autodeterminación. Lo que venga después, probablemente, no está todavía claramente definido en la estrategia nacionalista, que de momento se contenta con este proyecto a medio plazo.

Plantea el autor si no es necesario ya someter a la decisión de los ciudadanos los postulados que esgrime el nacionalismo.

Llama poderosamente la atención la incapacidad de la oposición para formular una política alternativa a la nacionalista y, sobre todo, de hacerla creíble ante la opinión pública. Factores para este fracaso son, evidentemente, muchos y variados. De entrada una acusada torpeza por parte de los populares en la gestión política del Estado autonómico, no tanto por sus proyectos de fondo como por su carencia de sensibilidad. La federalización del Estado no incluye sólo la distribución del poder, sino también la federalización de su gestión política, algo que no parece comprenderse desde el centro del sistema. Se incurre también en un acusado numantinismo constitucional, que invoca la democracia como parapeto contra cualquier reivindicación particularista, de forma que termina por proyectar una imagen defensiva (opresiva) de la Constitución. En lugar de proyecto sugestivo de vida en común, ésta acaba percibiéndose por la opinión como un dique contra reivindicaciones que, en muchos casos, son perfectamente legítimas en su planteamiento. Y, naturalmente, no podemos dejar de mencionar la terrible interferencia del terrorismo en el juego político, sobre todo cuando recae sólo sobre los jugadores de uno de los equipos. Dramática influencia que, sin embargo, no exime de la obligación de seguir jugando el partido, desde el momento en que el nacionalismo hegemónico ha decidido no suspenderlo.

Si a lo anterior añadimos la necesidad interna de la oposición de marcar diferencias entre sus componentes, como consecuencia inevitable de la lógica del sistema partidista en el nivel nacional, el resultado es poco esperanzador, salvo para los ingenuos que todavía postulan 'terceras vías' y 'espacios propios', cuyo contenido concreto resulta siempre evanescente. O para los arribistas que prefieren tocar algo de poder hoy a cambio de acompañar al nacionalismo durante un trecho de su largo camino.

Así las cosas, se me ocurre una humilde sugerencia que quizás pudiera sacar del empantanamiento a la oposición no nacionalista: la de empezar por el final, situando la pelota, ya desde ahora, allí donde los nacionalistas quieren llevarla en el futuro al término de su estrategia. En concreto, se trataría de estudiar, consensuar y preparar la convocatoria de una consulta popular en Euskalherria que interrogue al ciudadano, clara y directamente, si desea o no que se inicie el proceso de reforma constitucional para independizar al País Vasco del resto de España, de acuerdo con lo previsto en los artículos 92.2 y 167 de la Constitución. Esta es una posibilidad legal y constitucionalmente impecable, estudiada y desarrollada en su día por un experto como Juan José Solozábal, y recomendada recientemente por Sánchez Cuenca (aun con la restricción, para éste último, de exigir un marco operativo sin terrorismo). ¿Sería esto la autodeterminación? No, más bien es lo contrario: es huir de los grandes conceptos que envenenan el debate, de la discusión políticamente estéril en torno a abstracciones imponentes (soberanía, autodeterminación, etc) y en su lugar iniciar un expediente constitucional para conocer la voluntad real de una parte de los españoles.

Este planteamiento supone tomarse la Constitución en serio. En efecto, no vale afirmar día tras día que todos los proyectos son defendibles dentro de su ámbito o que la propia Constitución permite su reforma, cuando lo cierto es que está diseñada precisamente para hacer casi imposible esa reforma, exigiendo para ello unas mayorías inalcanzables para cualquier partido aislado. Si los partidos mayoritarios creen de verdad en las posibilidades de la Constitución, deben prestar su apoyo consensuado para estudiar su cambio cuando la reclamación para hacerlo tiene seriedad y fundamento, por mucho que su paladín sea minoritario.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Repárese en que, por vez primera en la democracia, el nacionalismo se ha presentado a unas elecciones con la palabra independencia en su programa (aunque sea en letra pequeña). Y que, rompiendo con un tabú, un 53% de la población ha dado su voto a ese programa. En un país en que esto sucede es perfectamente congruente, al tiempo que bastante saludable para el clima político, iniciar una consulta popular para determinar el alcance real de esa voluntad. La alternativa de no hacerlo a tiempo es la de quedar todos presos de la estrategia de la tensión adoptada por PNV-EA, con un desenlace final más que problemático y probablemente desastroso (imagínense simplemente un escenario en que la fuerza pública estatal impide una consulta convocada por Vitoria, u otro en que el Gobierno de Madrid hace uso del artículo 155.1º de la Constitución para disolver al Gobierno vasco por incumplir sus obligaciones).

Obviamente, sería técnicamente complejo articularlo (ámbito de consulta, mayoría a tener en cuenta, etc.), exigiría un consenso partidista trabajoso, costaría sumar al nacionalismo a la iniciativa, etc.; pero a pesar de todo tendría enormes ventajas. Pues si el resultado es el que creemos, el escenario político quedaría por fin estructurado en sus límites esenciales, poniendo fin a esa sensación de fluidez y transitoriedad que impide hoy el juego político normal en una democracia. Y, de paso, la oposición podría formular un proyecto vasquista propio, sin temor al deslizamiento o al chantaje nacionalista.

Bien, ¿pero y si sale al final que este país desea realmente la independencia? ¿Qué hacemos entonces? Bueno, querido lector, si es usted demócrata ya conoce la respuesta.La línea política del nuevo Gobierno nacionalista, una vez aparcada la vía Lizarra, dibuja el siguiente esquema de pasos sucesivos: a) deslegitimación del Estatuto ante la opinión pública (por la doble vía de reclamar una lectura maximalista y descontextualizada de su contenido, al tiempo que se acusa a Madrid de regresión involucionista); b) exigencia de un nuevo 'punto de encuentro' entre los vascos que sustituya al estatutario (meeting point que se convierte al mismo tiempo en física y políticamente imposible, al anunciar el nacionalismo que no dejará en ningún caso de moverse en su trayectoria hacia la independencia); c) por último, levantada acta de constancia de lo anterior (la 'falta de diálogo' de que nos habla permanentemente el lehendakari funciona así como una self fullfilling prophecy) se anuncia el forcejeo institucional y el tensionamiento social para conseguir una consulta popular sobre el derecho de autodeterminación. Lo que venga después, probablemente, no está todavía claramente definido en la estrategia nacionalista, que de momento se contenta con este proyecto a medio plazo.

Llama poderosamente la atención la incapacidad de la oposición para formular una política alternativa a la nacionalista y, sobre todo, de hacerla creíble ante la opinión pública. Factores para este fracaso son, evidentemente, muchos y variados. De entrada una acusada torpeza por parte de los populares en la gestión política del Estado autonómico, no tanto por sus proyectos de fondo como por su carencia de sensibilidad. La federalización del Estado no incluye sólo la distribución del poder, sino también la federalización de su gestión política, algo que no parece comprenderse desde el centro del sistema. Se incurre también en un acusado numantinismo constitucional, que invoca la democracia como parapeto contra cualquier reivindicación particularista, de forma que termina por proyectar una imagen defensiva (opresiva) de la Constitución. En lugar de proyecto sugestivo de vida en común, ésta acaba percibiéndose por la opinión como un dique contra reivindicaciones que, en muchos casos, son perfectamente legítimas en su planteamiento. Y, naturalmente, no podemos dejar de mencionar la terrible interferencia del terrorismo en el juego político, sobre todo cuando recae sólo sobre los jugadores de uno de los equipos. Dramática influencia que, sin embargo, no exime de la obligación de seguir jugando el partido, desde el momento en que el nacionalismo hegemónico ha decidido no suspenderlo.

Si a lo anterior añadimos la necesidad interna de la oposición de marcar diferencias entre sus componentes, como consecuencia inevitable de la lógica del sistema partidista en el nivel nacional, el resultado es poco esperanzador, salvo para los ingenuos que todavía postulan 'terceras vías' y 'espacios propios', cuyo contenido concreto resulta siempre evanescente. O para los arribistas que prefieren tocar algo de poder hoy a cambio de acompañar al nacionalismo durante un trecho de su largo camino.

Así las cosas, se me ocurre una humilde sugerencia que quizás pudiera sacar del empantanamiento a la oposición no nacionalista: la de empezar por el final, situando la pelota, ya desde ahora, allí donde los nacionalistas quieren llevarla en el futuro al término de su estrategia. En concreto, se trataría de estudiar, consensuar y preparar la convocatoria de una consulta popular en Euskalherria que interrogue al ciudadano, clara y directamente, si desea o no que se inicie el proceso de reforma constitucional para independizar al País Vasco del resto de España, de acuerdo con lo previsto en los artículos 92.2 y 167 de la Constitución. Esta es una posibilidad legal y constitucionalmente impecable, estudiada y desarrollada en su día por un experto como Juan José Solozábal, y recomendada recientemente por Sánchez Cuenca (aun con la restricción, para éste último, de exigir un marco operativo sin terrorismo). ¿Sería esto la autodeterminación? No, más bien es lo contrario: es huir de los grandes conceptos que envenenan el debate, de la discusión políticamente estéril en torno a abstracciones imponentes (soberanía, autodeterminación, etc) y en su lugar iniciar un expediente constitucional para conocer la voluntad real de una parte de los españoles.

Este planteamiento supone tomarse la Constitución en serio. En efecto, no vale afirmar día tras día que todos los proyectos son defendibles dentro de su ámbito o que la propia Constitución permite su reforma, cuando lo cierto es que está diseñada precisamente para hacer casi imposible esa reforma, exigiendo para ello unas mayorías inalcanzables para cualquier partido aislado. Si los partidos mayoritarios creen de verdad en las posibilidades de la Constitución, deben prestar su apoyo consensuado para estudiar su cambio cuando la reclamación para hacerlo tiene seriedad y fundamento, por mucho que su paladín sea minoritario.

Repárese en que, por vez primera en la democracia, el nacionalismo se ha presentado a unas elecciones con la palabra independencia en su programa (aunque sea en letra pequeña). Y que, rompiendo con un tabú, un 53% de la población ha dado su voto a ese programa. En un país en que esto sucede es perfectamente congruente, al tiempo que bastante saludable para el clima político, iniciar una consulta popular para determinar el alcance real de esa voluntad. La alternativa de no hacerlo a tiempo es la de quedar todos presos de la estrategia de la tensión adoptada por PNV-EA, con un desenlace final más que problemático y probablemente desastroso (imagínense simplemente un escenario en que la fuerza pública estatal impide una consulta convocada por Vitoria, u otro en que el Gobierno de Madrid hace uso del artículo 155.1º de la Constitución para disolver al Gobierno vasco por incumplir sus obligaciones).

Obviamente, sería técnicamente complejo articularlo (ámbito de consulta, mayoría a tener en cuenta, etc.), exigiría un consenso partidista trabajoso, costaría sumar al nacionalismo a la iniciativa, etc.; pero a pesar de todo tendría enormes ventajas. Pues si el resultado es el que creemos, el escenario político quedaría por fin estructurado en sus límites esenciales, poniendo fin a esa sensación de fluidez y transitoriedad que impide hoy el juego político normal en una democracia. Y, de paso, la oposición podría formular un proyecto vasquista propio, sin temor al deslizamiento o al chantaje nacionalista.

Bien, ¿pero y si sale al final que este país desea realmente la independencia? ¿Qué hacemos entonces? Bueno, querido lector, si es usted demócrata ya conoce la respuesta.

José María Ruiz Soroa es abogado.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_