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Columna
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El final de ETA

Josep Ramoneda

Lo propio del terrorismo es expandir el terror. El terror es sórdido, carece por completo de épica, es una forma de frenesí interior, es este 'dolor desconocido, este no saber dónde está el camino' que describía ayer Xavier Vidal-Folch. El terror, como decía Heidegger, tiene que ver con algo esencial en la manera de ser de la humanidad: la angustia. De algún modo es una actualización de la angustia, que emerge en la escena pública. El peligro puede ser un factor de cohesión, el miedo paraliza, pero el terror disgrega, porque la angustia tiende a orientarnos hacia el mundo propio, a buscar la mónada interior en que replegarnos. El terrorismo especula con esta potencialidad desocializadora del terror. En cierto modo, la actuación del ciudadano que en Madrid siguió a los terroristas hasta que la policía los detuvo restableció el equilibrio social amenazado por la angustia. Al hacer de este ciudadano un héroe, la prensa reconocía su contribución al bienestar psicológico de la comunidad.

ETA busca objetivos fáciles: personas que difícilmente pueden imaginar que los terroristas estén pensando en ellos, con lo cual ni llevan protección ni toman precauciones. Probablemente la precariedad de la organización, cuyos comandos están cayendo con enorme facilidad en los últimos meses, no permite operaciones más selectivas. Pero esta sensación de amenaza indiscriminada -de que cualquier persona puede ser víctima del terrorismo- que se desprende de atentados como los de Madrid y Getxo no hace sino aumentar el terror, salvo que la reacción social, política y policial restaure inmediatamente los efectos de la angustia.

La analogía es un recurso permanente en la sociedad mediática. El inicio de desarme del IRA provocó una oleada de preguntas sobre el futuro de ETA. Los terroristas no tardaron en alejar cualquier esperanza desde el autismo de sus comunicados. Parece como si no se hubiesen enterado o no se hubiesen querido enterar de que ETA se ha quedado sola en Europa, donde es, más que nunca, un arcaísmo; de que está sometida a una presión policial y judicial fortísima, y de que las perspectivas políticas se le están cerrando después del fracaso de Estella, y de que Ibarretxe ha asumido como estrategia seguir reduciendo el espacio batasuno. Ante este panorama, por puro instinto de supervivencia, los etarras deberían dejarlo. Seguir sólo es promesa de más años de cárcel añadidos a los muchos que ya llevan acumulados. Pero la racionalidad es limitada cuando la violencia se adueña de la estrategia de una organización clandestina.

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ETA está en uno de sus peores momentos. Ni siquiera tiene un sitio en la lógica del terrorismo globalizado, el de las grandes redes. Apegada al horizonte de lo local, también en el campo del terror se ha quedado atrás, obsesionada en una lucha territorial que poco tiene que ver con el poder actual y las nuevas formas de soberanía. Pero ETA tiene una gran capacidad para agazaparse, para enquistarse. Kepa Aulestia recuerda un dato importante: todas las escisiones que ha tenido ETA se han llevado a la mayoría de la gente fuera de la lucha armada y, sin embargo, ETA ha continuado. ETA ha demostrado hasta ahora gran incapacidad para tomar decisiones contrarias a sus inercias profundas. ETA no tiene mecanismos internos para cambiar el rumbo, ni siquiera un Gerry Adams que pueda enderezarlo. De modo que puede que el final de ETA sea lento, fruto de un sucesivo achicamiento del espacio y de la capacidad operativa, y se cobre todavía unas cuantas víctimas.

De las dificultades de ETA testifican sus propios comandos. Cada vez se nutren más de gente sin experiencia ni cultura política alguna que pasan directamente de la violencia callejera al atentado terrorista. Son gente sin ideología precisa a los que se ha dado una pistola y se les ha dicho que tienen que matar por la patria. Se pasa de gamberro a terrorista sin aprendizaje alguno: como consecuencia de ello, las fisuras en la seguridad de ETA son enormes. Al mismo tiempo, empiezan a aparecer indicios de resquebrajamiento del entorno: a algunos padres les ha entrado el pánico. Cuando sus hijos tienen problemas por la violencia callejera buscan abogados de fuera del universo abertzale. Se empieza así a romper el cerco, el espacio sectario en que violencia, ideología y dinero van juntos y se retroalimentan. La presión sobre el entorno es determinante. Hay demasiada gente que vive directa o indirectamente del terrorismo: cortar el flujo de dinero que ahí llega puede ser decisivo. Los nacionalistas vascos están mejor situados que nadie para romper las murallas de este mundo cerrado, para hacer entender a la gente que esto se acaba porque carece de sentido. Ello se consigue con una acción política decidida y no con ejercicios de teología sobre el diálogo y el alma de los pueblos. Una acción política decidida quiere decir un objetivo claro: la restauración plena de la democracia en Euskadi. Y, sobre todo, comprender y hacer comprender que el mapa político de Europa ha cambiado, que estamos en tiempos de renovación del liberalismo del progreso en que ya no hay lugar para las ideologías de la exclusión.

Para que el estado de precariedad actual de ETA sea preludio de un final y no de una recomposición, es hora de reflexionar sobre las otras ocasiones perdidas. Los otros momentos en que ETA estuvo contra las cuerdas y no se supo terminar con ella. ¿Qué impidió que ETA acabara cuando las conversaciones de Argel? ¿Qué permitió que ETA resucitara después de la tregua? Sin duda, las inercias de ETA son el obstáculo principal. Pero el nacionalismo se ha mantenido siempre en la apuesta aporética de acabar con ETA sin derrotarla, y nadie cortó en el pasado algún hilo negro que pensaba que ETA era el precio para mantener la unidad de España. ¿Podemos dar por rotas estas otras inercias que salvaron a ETA en el pasado?

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