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Columna
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Nicaragua, 20 años después

Las elecciones del domingo 4 de noviembre han traído de nuevo a Nicaragua, siquiera fugazmente, a los medios de comunicación, lugares de los que el pequeño país centroamericano fue asiduo durante toda la década de 1980. Desde entonces, Nicaragua apenas se ha asomado a la prensa del mundo como involuntaria protagonista de huracanes, terremotos o sequías que han empobrecido, aun más si cabe, a la sufrida población de ese país. Ahora, más de 20 años después de aquellas imágenes del comandante Cero y otros dirigentes sandinistas entrando victoriosos en Managua al frente de una multitud armada de esperanza, el eternamente presente Daniel Ortega, vestido para la ocasión con corbata y tomando la comunión de manos del cardenal Obando y Bravo -su bestia negra de antaño-, ha vuelto a fracasar en su intento por ganar la presidencia del país frente al empresario Bolaños que, en mangas de camisa, se ha encargado de airear los más ingratos recuerdos de la gestión sandinista: el militarismo y la corrupción de algunos de sus dirigentes.

Fuimos miles las personas de todo el mundo que hace 20 años acudimos a Nicaragua atraídos por un proyecto de cambio sustentado en la libertad, el humanismo y el no alineamiento. Recuerdo una cena en la casa que entonces compartía en Managua con otros amigos, en la que el historiador Gabriel Jackson nos hablaba del impacto que le había producido la visita a ese país y los recuerdos que le traía de la guerra civil española. Nunca desde la época de las Brigadas Internacionales -decía- tantas y tantas gentes llegadas desde lugares tan distintos, habían deseado sumar su esfuerzo a una causa. Eran los tiempos felices de la revolución, los tiempos de las masivas campañas de alfabetización, del reparto de la tierra, de una floreciente actividad cultural.

Sin embargo, las ilusiones se apagaron poco a poco. La prolongación y el endurecimiento de la guerra, así como la creciente intervención del Gobierno de Reagan, devolvieron a la mayoría a la cruda realidad: la de un país pequeño y pobre que había elegido un mal momento para intentar su emancipación; la realidad de unos dirigentes incapaces de comprender que la situación requería de un gran acuerdo democrático y social, de entender que las reformas no podrían avanzar mientras una parte significativa del país se sintiera incómoda o amenazada; la realidad de un creciente deterioro, ante el que la mayoría que había apoyado a los sandinistas comenzaba a darles la espalda, como única manera de acabar con la guerra civil, librándose al tiempo de la agresión norteamericana; la realidad de que las sentencias del Tribunal de La Haya que condenaban a los EEUU, tenían menos valor práctico que el embargo y el boicot económicos, o que el constante armamento de los contras.

Hoy, transcurridos más de 20 años desde el derrocamiento del dictador Somoza y 10 desde que los sandinistas perdieran sus primeras elecciones, el candidato Daniel Ortega ha intentado la vuelta al poder vistiéndose de rosa, apelando a las bondades del FMI, y reclamando la amistad de los EEUU. Patética imagen la de este hombre incapaz de irse a su casa, e impidiendo que otras alternativas con mayor credibilidad que su persona hicieran frente en las urnas al conservador Bolaños.

Tal vez por eso, sea oportuno recordar el esfuerzo y la entrega de tantos miles de sandinistas que, desde sus profundas convicciones democráticas y emancipadoras, dieron lo mejor de sus vidas, y a veces la vida misma, por llevar la democracia y la dignidad a su país. Un esfuerzo que, paradójicamente, permite hoy a Ortega hacer payasadas y a Bolaños ganar una presidencia con la que, si la ocasión se presenta y como ha hecho su antecesor, Arnoldo Alemán, poder engrosar su fortuna personal y familiar. Porque, a pesar de Ortega y de Bolaños, aquel esfuerzo constituye la clave para que, más temprano que tarde, la sociedad nicaragüense pueda recuperar su protagonismo.

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