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Tribuna:LIBERTAD, SEGURIDAD Y DEMOCRACIA
Tribuna
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Sobre la vulnerabilidad de nuestras sociedades

Daniel Innerarity

Tras los atentados del 11 de septiembre, uno de los tópicos más socorridos por el comentarista perplejo ha sido el de la vulnerabilidad, la toma de conciencia de la fragilidad de nuestras sociedades e instituciones, a las que se creía dotadas de una fortaleza inexpugnable. Ahora bien, ¿demuestran estos acontecimientos y sus consecuencias esa primera impresión de debilidad o son las democracias algo más poderoso de lo que puede experimentar en un primer momento el agredido?

La repercusión de estos acontecimientos en las bolsas y los mercados fue esperada como signo que confirmaría o desmentiría esos presagios y la respuesta ha sido, en términos generales, bastante tranquilizadora. Nuestras sociedades tienen mecanismos para hacer frente a esas situaciones (con la reactivación de fórmulas de intervención estatal, por ejemplo, en el caso de los mercados) y la legitimidad de las instituciones no se ha visto dañada en absoluto. Si se impone alguna que otra rectificación (especialmente en el ámbito de la política internacional), las modificaciones son llevadas a cabo por los sistemas mismos e incluso las respuestas espontáneas (de venganza) son atemperadas por esas mismas instituciones y sus procesos de deliberación. Incluso las compañías de seguros han demostrado ser un entramado de garantías recíprocas pensado para reasegurar a las que han sido directamente perjudicadas por una catástrofe. La democracia contemporánea es un sistema cuyas instituciones, mercados, compromisos sociales, constituyen una trama capaz de absorber la inseguridad y recuperar la estabilidad; todo contribuye a crear un sistema complejo de protección, un equilibrio fácilmente recuperable tras la conmoción más profunda.

¿Cuál es entonces la fortaleza y la debilidad de la democracia? ¿En qué medida tiene sentido hablar de una vulnerabilidad de las sociedades reticulares, constitucionales, de poderes limitados, heterárquicas, sin soberanías absolutas, pluralistas, multiculturales, complejas, con sistemas de protección social? El hecho de que hablemos de problemas de gobernabilidad indica que si algo las caracteriza no es que sus gobernantes sean demasiado poderosos, sino que pueden más bien poco. Las sociedades modernas son frágiles en el sentido de que hay una creciente incapacidad de las instituciones estatales y otras grandes instituciones sociales para gobernar, es decir, para imponer su voluntad, y también porque ofrecen a los más diversos agentes (votantes, consumidores, trabajadores, agentes sociales) muchas posibilidades de hacer valer su interés, modificar las decisiones públicas, colaborar en la configuración de una opinión común, protestar, presionar y negociar, adquirir competencias y establecer formas de autogobierno o incluso prescindir en buena medida de lo público (cuya forma más inocente y generalizada es el desinterés por la política).

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De entrada, esto tiene connotaciones negativas, y si no que se lo pregunten a cualquiera que gobierne, a quien haya intentado movilizar o a quien esté especialmente interesado por la seguridad y el orden público. Lo positivo es que en las sociedades democráticas se dan una serie de circunstancias técnicas, sociales y culturales en virtud de las cuales disminuye la verosimilitud de que surjan y se establezcan regímenes autoritarios. La autoridad, en buena medida cada vez más frágil y volátil, es equilibrada por mecanismos institucionales como la división de poderes y se ejerce en un contexto social difícilmente manejable a causa del pluralismo y la complejidad social, que no se deja gobernar desde una única instancia. Y eso que denominamos sociedad del conocimiento supone un crecimiento del saber que tiene como consecuencia paradójica el aumento de la inseguridad y la contingencia social; no reduce el pluralismo y la diversidad de opiniones, ni es la base para un control más eficiente de las instituciones estatales centrales.

La doble cara de la moneda estriba en que las sociedades modernas son colectivos vulnerables por la misma razón por la que son también democráticamente modificables. Nuestra sociedad se caracteriza por poner el poder a disposición de muchos, porque muchos pueden más bien poco, a diferencia de otras sociedades no democráticas en las que pocos pueden mucho. Los terroristas aprovechan las posibilidades que ofrece esta sociedad: desde la tecnología, el correo, los medios de comunicación, las armas y los transportes hasta la libertad de expresión y comunicación o la libertad de circulación de bienes y personas. Alguna explicación tendrá el hecho de que sólo haya terrorismo en los países donde todo esto funciona razonablemente bien y con una gran liberalidad. Ya sé que esto no justifica lo que han hecho mal los países democráticos, como tampoco devuelve la vida a las víctimas, ni tranquiliza a quien vive atemorizado, pero nos permite tomar conciencia de la superioridad de la democracia (asunto que no tiene nada que ver, por cierto, con la superioridad de una civilización sobre otra) y apreciar las irrenunciables ventajas de una sociedad abierta.

La democracia es un procedimiento de organización social que supone una gran vulnerabilidad porque se mueve en el umbral de la máxima inestabilidad. Estamos tensando continuamente el marco de juego de la libertad, aun cuando esto suponga a veces una cantidad excesiva de inseguridad. El equilibrio vuelve a ajustarse cuando la inseguridad se hace intolerable, y por eso hay disposiciones que limitan o estrechan el campo de juego. Pero la libertad tiene siempre la primacía, y no sólo porque así lo hayamos establecido, sino por la tremenda complejidad de las cosas que impide una protección absoluta. Por eso, los sistemas sociales son sistemas para manejar adecuadamente las crisis, que es lo habitual. La sociedad existe sobre el continuo desequilibrio, más que por el continuo retorno de una armonía sin conflictos. La crisis -entendida como la situación de cuestionamiento permanente de los valores y formas de vida tradicionales, la apertura e indeterminación de los marcos políticos, la modificabilidad de las instituciones y los consensos, las posibilidades de cambio que siempre están a disposición de los consumidores, los votantes, los lectores, la rivalidad alternativa entre concepciones del mundo, valores e intereses- es el estado normal de las sociedades. La palabra 'crisis' no puede oponerse a la 'normalidad', ni el conflicto al consenso. No es nada crítico que una sociedad esté en crisis: la condición normal de las cosas es la crisis: está en crisis la moral si es que consiste en algo más que actuar conforme a unas reglas incuestionables, como lo está el artista que busca nuevos modos de expresión, o la política cuando es entendida como la tarea siempre insólita de equilibrar intereses y valores tan diversos. Esta polifonía nos exige pensar la sociedad sin que la incoherencia, el desacuerdo o la no funcionalidad sean considerados como eventos extraordinarios u ocasionales.

La pregunta inicial acerca de nuestra vulnerabilidad se responde con una paradoja: la vulnerabilidad de nuestras sociedades resulta ser aquello que las hace más fuertes. La fortaleza de nuestras sociedades reside en su complejidad e indeterminación, en la renuncia a la soberanía, en la convicción de que el poder absoluto es el fracaso de la política. Luhmann advertía a este respecto que un poder se fortalece cuando delega competencias. La inteligencia política tiene mucho que ver con ese autofortalecimiento indirecto, contraintuitivo. Hay aquí una clara analogía con el plano personal: las personas autoritarias suelen ser débiles, mientras que la autoridad se acrecienta mediante la flexibilidad. Quien pretendiera hacerse absolutamente invulnerable se estaría exponiendo a la mayor fractura. Los regímenes y las instituciones que saben gestionar adecuadamente su vulnerabilidad evolucionan, aprenden, se transforman y sobreviven a las crisis; los invulnerables no resisten el envite de la dificultad. Los ordenamientos jurídicos y constitucionales recogen una larga experiencia histórica acumulada en este sentido. Una sociedad que quisiera protegerse absolutamente contra el conflicto, el antagonismo, las crisis e incluso de sus enemigos se empobrecería gravemente y tendría que limitar hasta tal punto la libertad que activaría, por el otro lado, peligros como la deslegitimación o la atonía social, que son muchísimo más graves.

¿Cómo pensar en este contexto la seguridad? Al igual que el poder aprende a hacerse valer no siendo absoluto, la mejor seguridad no es la seguridad completa, que además tampoco existe. La mejor seguridad es la que se obtiene en el frágil marco de una sociedad democrática, con toda su apertura, contingencia e indeterminación. Y al igual que el poder aprende a desarrollar estrategias indirectas, el afán de seguridad debe evolucionar desde el enfrentamiento y la protección hacia la cooperación. Ésta es la mejor seguridad de la que puede dotarse una sociedad democrática. Dado que convertir al enemigo en colaborador no es fácil, siempre habrá que recurrir a procedimientos más primarios, pero las políticas de seguridad deben apuntar en esa dirección, poniendo en marcha procesos a largo plazo, encarando las causas de los problemas y, sobre todo, procurando que haya menos problemas, pues las soluciones son siempre malas.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía y miembro de la Asamblea generl del PNV.

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