Ese olor acre y esa niña encima del capó
Llegamos de Barcelona. Hace un frío inédito, a la salida del puente aéreo. El taxi, la radio desenfrenada y la avenida de América, hacia el centro, galopando. Casi estamos en las Torres Blancas -tan grises este otoño estrenado- y de repente, delante de Corazón de María, el sonido metálico, inapelable, inconfundible: la bomba, el atentado.
Se arremolinan las barrocas nubes grises por encima de la mirada, ¿cuánto le debo?, 1.900, bajaré, ¿dónde está mi libreta? Suben los papeles, los cristales, empujados por el fuego, como querubines rojos hacia el cielo.
Bajar del taxi, saber qué ocurre. Correr hacia esa esquina -con Cardenal Silíceo, aquí, cerca de los colegios y los apartamentos y las marisquerías amicales- donde se confunden las llamas y el acre olor de pólvora y de hierro retorcido. Estallan uno tras otro los vehículos alineados tras el que acarrea la voluntad de muerte. Y las gentes corren, dispersas, sin norte. Las nueve y diez. Unos jóvenes frente a sus oficinas, sudorosos: 'Si nos pilla tres minutos antes, nos pilla a todos', jadea Jorge.
Nadie acierta a caminar derecho, zigzagueamos. Esos ruidos repetidos, ese aire sulfuroso, esas estampidas y estrépitos de cristales que siguen derramándose desde las ventanas. Surgen los extintores empuñados por los voluntarios de defensa civil, luego por los policías, se oyen gritos sordos de socorro y aullidos y un silencio extraño junto a los coches que restallan fuego: uno a uno explosionan y se tornan óxido retorcido como torres gemelas derrumbadas. Lo más extraño somos nosotros todos, deambulando, ignorantes, hacia ninguna parte.
En el bar David, junto a la esquina ardiente, telefonearé en busca del compañero fotógrafo, porque estas esquirlas y estas primeras sangres en las caras no nos las hemos inventado. Aquí están Pilar, la dueña, que tirita de angustia, y su hijo, que guarda calma y le indica el auricular: 'Que tranquilices a la familia' -siguen fuera los ruidos como de disparo o resoplido de aceros-, y ella informa y luego se desvanece de nervios y llora, que nadie la entrenó para esta tristeza rara. Y sangra frágil Bienvenido Ortega, el dueño de la floristería vecina, que cinco minutos antes 'paseaba mi perrita' delante del coche catapultado a la nada. Él ha estado a cuatro metros, cuatro, del cafarnaún: 'Compraba el periódico; me he echado dentro del quiosco, con el quiosquero; por suerte, la fuerza expansiva se fue para el otro lado'.
Un policía llega y grita que nos quedemos dentro de los bares y de las porterías, temen una segunda explosión. Bienvenido perjura, nervioso. Y ahora, entre las ventanas quebradas del David, vemos cómo depositan a la niña, estática, encima del capó de un coche descolocado en medio de la calle. Un uniformado la consuela durante diez minutos. Se les acercan tres mujeres policía, les enseñan cómo se maceran sonrisas y esperanzas. Si te acercas, te ordenan que te vuelvas. Pero se les adivinan las sílabas en los labios: esta gente musita la vida y la niña escucha su rezongar de pájaros tristes hasta que llega la ambulancia, qué alivio, qué alivio, parece que no habrá muertos.
El terror es sólo esto, este dolor desconocido, este no saber dónde está el camino, este desconfiar de quien te grita y esta incertidumbre porque no sabes si pisas precipicios. En el taxi de Juan, donde sustituyes a una madre nerviosa -'la hija estaba enferma, la telefoneó, tuvo suerte'- deletreas la vida y saboreas la noticia de un ciudadano valiente que señala de dónde viene el azufre. Es la vida, un guiño que gana.
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