Ortega pierde el tren
Los resultados parciales de las elecciones nicaragüenses -ejemplares por su tranquilidad y su participación masiva, pero no por la diligencia en el escrutinio- son una anticipada esquela política del líder sandinista, Daniel Ortega, y su heterogénea coalición de democristianos y contras, cuyo eventual retorno al poder era la incógnita de estos comicios. La aceptada derrota de Ortega frente a Enrique Bolaños, del partido conservador gobernante, se ha producido pese a su pacto de hace un año con el cuestionado presidente Arnoldo Alemán, por el que los sandinistas, a cambio de retirar a sus activistas de las calles, obtuvieron concesiones clave en todas las instancias del poder, desde el Tribunal Supremo a la Junta Electoral.
El test supremo de las elecciones, cuya limpieza ha sido certificada por una pléyade de observadores internacionales, era si los sandinistas habían cambiado lo suficiente como para tener otra oportunidad. Ortega, que dirigió la revolución de 1979 y que perdió las elecciones de 1990 a manos de Violeta Chamorro y las de 1996 frente a Alemán, no sólo abjuró durante la campaña de cualquier signo externo que recordara los años de hierro; también había enfatizado como sus únicos objetivos la reconciliación, la pacificación y un libremercadismo de rostro humano. Anoche prometió su cooperación con el nuevo Gobierno.
En cualquier caso, las discusiones programáticas en la Nicaragua de hoy son retóricas. Después de una década de revolución marxista y otra de reformas procapitalistas, el país centroamericano es el más pobre del continente y más de dos tercios de su población viven en la indigencia. La única política posible del Gobierno que suceda al de Alemán, asaeteado por gruesas acusaciones de corrupción, será la de aliviar la formidable deuda externa (más de 6.000 millones de dólares), que triplica el PIB. Eso significa estricta disciplina económica y búsqueda de inversiones extranjeras, estadounidenses sobre todo.
En este sentido, el ex vicepresidente Bolaños, un empresario desligado de las prácticas de Alemán, lo tendrá más fácil. Washington sigue considerando a Nicaragua como su patio trasero y no ha ocultado, pese a su ensimismamiento en las consecuencias del 11 de septiembre, su desconfianza hacia Ortega y su apuesta por los conservadores. Managua necesita desesperadamente de las instituciones crediticias internacionales, dominadas por EE UU, y sus dirigentes, en uno y otro bando, saben que su margen de maniobra política es cercano a cero.
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