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Columna
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El manifestódromo

En Madrid puedes acostarte un sábado con el ruido de las voces de las tribus urbanas, estimuladas por el botellerío, y despertar un domingo, como sucedió en el más reciente, con el dulce balar de 2.500 ovejas merinas y un centenar de cabras despendoladas por esa calle de Alcalá. Caprichos y encantos de Madrid: si no vas al campo, viene el campo a soltar las menudencias del caguerío de las cabras a los pies de la diosa Cibeles. El único inconveniente que yo le encuentro a que el ganado venga a comerse las flores que con esmero planta Manzano en sus parterres, amén de las incomodidades que halle el propio ganado dándose con los cuernos en los pivotes, las estatuas y los armarios de metal que pueblan la ciudad de los obstáculos, es que el único día en que puedes sacar el coche en paz para visitar un museo, por ejemplo, te tienes que entregar, quieras o no, a la contemplación de un desfile de cabras y ovejas.

Tan imprevista variación de programa puede que tenga incluso su atractivo si excluye uno el fastidio de la imposición. Pero sería injusto quejarse del desfile pacífico de las inocentes cabras cuando a uno se lo acaba de poner peor la patria guerrera con los aviones sobrevolando tu azotea y los tanques y las botas de los legionarios amenazando el asfalto. Además, siempre es preferible que el campo nos traiga las ovejas para reivindicar la cañada real, y recordarnos que pasaban por aquí, a que venga con las vacas descuartizadas para que compruebes por ti mismo y en tu puchero que no están locas, que es lo que pasó, con el consiguiente revuelo, en los meses en que el ministro de Agricultura, para tranquilizarnos, se dedicó a desayunar riñones de buey en los mercados. Y, la verdad, prefiero el desfile de las ovejas que a los madurones asfixiándose en esos maratones inacabables del milenio que te estacan ante un semáforo durante horas y hacen de nuestras calles céntricas un polideportivo dominical abominable.

Y, por supuesto, prefiero la llegada de las cabras y ovejas de toda la geografía de la España rural antes que la hipocresía del Día sin Coches, que te obliga a dejar tu máquina en casa para que las estadísticas conviertan en éxito una majadería. Estos traslados del campo a la urbe, con sus aperos, su ganado y, si se tercia, el fruterío o la legumbre dependiendo del problema que se plantee, no sólo son un legítimo derecho a reivindicar, sino que suponen un ejercicio de pedagogía de la naturaleza que el Ayuntamiento debería fomentar convocando a los niños de la ciudad, que no ven ovejas sino en la tele, a contemplarlas en vivo. Los pastores las traen para salir en la tele, pero de paso nos resarcen del olvido al que las hemos sometido. De todo esto se deduce que es más legítimo que el campo venga a la ciudad a manifestarse con el noble fin de que no lo olvidemos, a pesar de que los ejecutivos foráneos pierden el avión o el tren porque se les interpone el campo en su camino, que el hecho de que una parte de los madrileños ociosos se ponga a correr por la urbe cuando hay tanto campo libre para fortalecer las piernas.

Bien es verdad que por una vez todo esto no pasa por culpa del alcalde, que aborrece cualquier manifestación aunque sea de ovejas. Si por el alcalde fuera, ya tendríamos un manifestódromo, amplio espacio habilitado en un secarral, sin posibilidades para la especulación inmobiliaria, en el que recluir al obrerío que viene de otras provincias para que le haga caso la tele, y no para incordiar a los compañeros ministros del alcalde como el alcalde cree. Pero si los obreros no nos interrumpieran el paso, nos sucedería a los capitalinos como con las ovejas merinas: nos olvidaríamos de ellos. Ya no salen obreros en la tele ni en las novelas, al contrario que las ovejas, que aparecen en anuncios bucólicos o en documentales de La 2, o las cabras, que seguramente salen en Tómbola. Y no dudamos de que el verdadero propósito de un alcalde de derechas sea ése, que nos olvidemos del obrero, y sobre todo cuando se queja; pero tampoco habría que descartar que el manifestódromo de nuestro regidor se propusiera acoger también la cabalgata de los Reyes Magos, y especialmente la procesión del Corpus, si no fuera porque nada puede estar más lejos de las intenciones de Manzano que la posibilidad de que por su culpa nos olvidemos de que Dios existe poniendo a balar en el mismo espacio a la oveja merina y al sagrado cordero. Así que, por ahora, no hay manifestódromo que valga.

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