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Columna
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Fruto del resentimiento

¿Tiene algún sentido en el año 2001 aprobar una Ley de Universidades por el trámite de urgencia? Es posible que hubiera tenido algún sentido que el Gobierno de UCD hubiera procedido de esta manera en la primera legislatura constitucional, en la que se debería haber intentado definir un marco jurídico para la Universidad conforme a la nueva Constitución, ante la imposibilidad de seguir con el de la época de Franco. En cierta medida esto es lo que hizo el PSOE inmediatamente después de llegar al Gobierno en octubre de 1982. No se podía mantener por más tiempo la Universidad como si Franco no hubiera muerto. De ahí que la LRU se aprobara con mucha celeridad: se publicaría en el BOE en agosto de 1983.

Pero ¿tiene sentido hacer en 2001 lo que tal vez debió hacer y no hizo UCD en la primera legislatura constitucional y lo que no pudo no hacer el PSOE al comienzo de la segunda? ¿Es comparable la situación de la Universidad hoy con la situación en la que estaba en el momento de la transición?

Las preguntas se responden por sí mismas. No hay nadie que pueda justificar de una manera objetiva y razonable que la situación de la Universidad española es tan catastrófica que su reforma es una exigencia perentoria e inaplazable.

Pienso, sin embargo, que nadie discute que plantearse la reforma de la LRU es muy razonable. La Universidad para la que se hizo la LRU es muy distinta de la Universidad de hoy y de lo que debe ser en el futuro inmediato y en el no tan inmediato y, en consecuencia, es una buena idea plantearse cuál deber ser el marco jurídico de esa nueva Universidad.

Lo que no se entiende es la urgencia. Uno de los problemas de la Universidad es que no ha habido un debate sobre ella en la sociedad española. Hubo un comienzo de debate en relación con el proyecto de LAU de González Seara, pero las circunstancias políticas del momento impidieron que continuara y diera resultados. No lo hubo respecto de la LRU actualmente vigente porque la perentoriedad de su elaboración y la relación de fuerzas en las Cortes de 1982 lo hacían prácticamente imposible. Y a pesar de lo que dice la ministra tampoco lo ha habido en esta ocasión. Se han evacuado trámites, pero no ha habido un debate. Es lo que explica en buena parte el tono desabrido de las intervenciones acerca del proyecto de ley. Nadie de los que se ha pronunciado sobre el proyecto de ley desde que se tuvo conocimiento del mismo ha pensado que estaba participando en un debate. Se ha tenido la sensación de estar ante un hecho consumado. De ahí que se haya participado en un proceso de imposición de un proyecto de ley o de resistencia frente a un proyecto de ley, pero no en un debate. Ni el ministerio ha tenido el más mínimo interés en convencer a la comunidad universitaria en general y a los equipos de gobierno de las universidades en particular de la bondad de su proyecto, ni la comunidad universitaria y sus órganos rectores han albergado la más mínima esperanza de que podía convencer al ministerio de que esa no era la ley que la Universidad necesita.

Una confrontación de esta naturaleza es ininteligible para la sociedad. Es imposible que la opinión pública haya podido formarse una opinión aproximada de lo que estaba en juego en este enfrentamiento, que no debate. La ley va a salir adelante. Se acabará aplicando a trancas y barrancas y generará trifulcas sin cuento al menos en los momentos de su inicial puesta en práctica. No es la mejor manera de 'impulsar la calidad de nuestro sistema universitario' (Pilar del Castillo), aunque tal vez sí lo sea de dar un capón a los 'progres trasnochados' (José María Aznar), que parece ser la única razón de su urgente tramitación. La ley parece ser más fruto del resentimiento que de una reflexión sobre las necesidades de la Universidad.

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