Actos de fe
Gobernantes y expertos se han entregado en las últimas semanas a un acto de fe: sin que nadie sepa a ciencia cierta qué es lo que Estados Unidos se propone hacer en una zona muy amplia del planeta, han asumido de buen grado que las acciones militares en curso configuran una respuesta mesurada a la amenaza del terrorismo internacional.
Nada invita a dar crédito, sin embargo, a semejante intuición. Si, por un lado, y como tantas veces se ha dicho, esto no ha hecho más que empezar, por el otro ya sabemos que los quirúrgicos bombardeos practicados en Afganistán han provocado, como casi siempre, numerosas víctimas civiles. Ni siquiera las cuatro semanas que Washington se ha tomado para iniciar las operaciones obligan a identificar una puntillosa moderación en la respuesta. Más sencillo parece atribuir la tardanza a la ambición de las acciones que se anunciaban y al designio de prevenir eventuales represalias en territorio propio. No hay, en fin, motivo alguno para aceptar lo que se ha convertido en lugar común: eso de que los bombardeos tienen por objetivo al régimen talibán y en modo alguno apuntan a la población de un país atribulado. La misma monserga se repitió hasta la saciedad en 1991, con ocasión de la ofensiva aliada en Irak. Diez años después, y según Unicef, son cinco mil los niños que mueren cada mes en los hospitales iraquíes de resultas, en muy buena medida, de un embargo macabro que, desplegado por Estados Unidos, no ha hecho sino engrosar las cuentas corrientes de Sadam Husein y sus amigos.
En la trastienda se barrunta una enconada discusión que se ocupa, ante todo, de la legitimidad de las acciones militares en curso y tiene como inevitable foco de atención a Naciones Unidas. Al respecto, lo único que puede afirmarse sin temor a errar es que los expertos no se ponen de acuerdo sobre cuestiones tan enjundiosas como la naturaleza del derecho de legítima defensa, el papel que en su ejercicio debe corresponder a la ONU o el significado del verbo repeler. Los bombardeos practicados no se amparan, de cualquier modo, en una resolución específica del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que ni ha sido puntillosamente informado ni dispone de mecanismo alguno de control y de freno. EE UU se ha arrogado un incontestado derecho que permite, sin limitación de tiempo y espacio, intervenir donde le plazca. O, lo que es lo mismo, se apresta a extender al último rincón del planeta el modelo de actuación que ha aplicado, contra viento y marea, a través de sus periódicos bombardeos sobre Irak. Por mucho que nuestros líderes de opinión vuelvan sobre ello, en la actitud estadounidense de estas horas no hay ningún acatamiento de la multilateralidad y de sus reglas: lo que despunta es, antes bien, una tramada operación encaminada a disfrazar de multilateral un comportamiento marcado por singularísimos intereses y avalado en exclusiva por un puñado de países -los miembros de la OTAN, unos cuantos Estados árabes e islámicos- voluntaria u obligadamente maniatados.
No hay que ser muy sagaz para deducir, por otra parte, que el derecho de legítima defensa, tantas veces invocado las últimas semanas, se ha dejado en el trastero en el pasado cuando las víctimas de las agresiones eran la Nicaragua sandinista, la isla de Granada, el Sáhara occidental o el Líbano invadido por el Ejército israelí. Parece mentira que no haya caído en ello este curioso y galardonado personaje, Kofi Annan, al que no se conoce declaración crítica alguna de la posición norteamericana. Su respaldo ciego a las acciones militares de estos días -no se aprecia de su parte ningún esfuerzo orientado a recuperar protagonismo para Naciones Unidas- está llamado a reabrir un debate cada vez más necesario: el de la independencia de una organización internacional a menudo volcada en la defensa, y siempre supeditada a las presiones, de los poderosos.
Claro que los movimientos de los estrategas estadounidenses dan para más. Por lo pronto, se han asentado en una suerte de repetición, comprimida en pocas semanas, de la jugada que se hizo valer en Afganistán en el decenio de 1980. Ahora como entonces, EE UU ha optado por apoyarse en instancias impresentables que son pan para hoy y hambre para mañana. Bastará con recordar los nombres del militarizado Pakistán de Musharraf, el Uzbekistán del sultán Karímov o una Alianza del Norte que se nos quiere retratar, en virtud de un acto taumatúrgico, como la antítesis de la ignominia talibán. No se quedan cortas, tampoco, la Rusia de Putin, orgullosa de su demostrada capacidad para perfilar un indisimulado terrorismo de Estado en Chechenia, o la Arabia Saudí de los petrodólares, desde siempre tratada con deferencia por nuestras cancillerías. Es a toda luz evidente que la cruzada norteamericana se asienta en una generosa defensa de la libertad y de la democracia.
Las cosas han ido tan lejos que entre nosotros se ha registrado un amago de linchamiento moral contra quienes se han atrevido a señalar que la política estadounidense en el Oriente Próximo -una mezcla, para entendernos, de chulesca prepotencia, apoyo a regímenes intragables y codicia desmedida- algo tiene que ver con la crisis de estas horas. No parece que semejante reflexión, que en nada legitima los atentados de Nueva York y Washington, haya contribuido a moderar un tanto el discurso de nuestros dirigentes. Ahí está, para demostrarlo, el señor Solana, quien, hace unos días, y luego de señalar, de forma prometedora, que el terrorismo internacional no puede combatirse con medios estrictamente militares, agregó que se imponían, a manera de complemento, el intercambio de información policial y la intervención de cuentas bancarias... ¿Para qué mojarse un poco y dejar asomar alguna señal de disensión que tienda puentes con quienes, en tantos lugares, se sienten inequívocamente agraviados?
El Gobierno español, en suma, no se ha quedado atrás. El desprecio con que obsequia al Parlamento -con resultado, según una visión a la que habrá que prestar oídos, de una inquietante violación de la Constitución- es tanto más bochornoso cuanto que, nos guste o no, las posiciones del Ejecutivo disfrutan del apoyo de la abrumadora mayoría de los diputados. Mientras el presidente Aznar ofrece soldados que nadie le pide, hemos podido saber que nuestro Gobierno no ha aportado un solo euro para que ACNUR, con sus arcas exhaustas, haga frente a la humanitaria catástrofe afgana. Aunque no sabe uno lo que es peor: si el Gobierno, cuyo comportamiento resulta predecible, o el principal partido de la oposición, entregado a la protesta en lo que atañe a las formas, pero decidido practicante de los actos de fe que hoy nos ocupan. Dentro de unos meses, cuando la crisis -ojalá- haya tocado a su fin, escucharemos cómo significados representantes del PSOE nos cuentan lo mucho que disentían de la política estadounidense. Esperemos que disientan, al menos, de lo que empieza a ser una realidad: amagos de injustificable represión policial, leyes restrictoras de derechos básicos, presiones sobre los medios de comunicación e interesadas demandas de engrosamiento del gasto militar.
El pobre Samuel Huntington ha sido objeto de un inmerecido vapuleo en las últimas semanas. Hace un par de años escribió un sugerente artículo en el que, sin desvelar su opinión, tuvo a bien recordar lo que parece evidente: a los ojos de muchos de los habitantes del planeta, EE UU es el mejor ejemplo de eso que la derecha norteamericana ha dado en llamar rogue states o Estados gamberros. Una rápida ojeada al bochornoso comportamiento estadounidense en el Oriente Próximo, o a lo ocurrido, anteayer, con el protocolo de Kioto, el tratado ABM o la balbuciente legislación penal internacional aporta al respecto jugosas informaciones. No sólo eso: obliga a preguntarse cómo es posible que nuestros gobernantes, y una parte significada de la opinión pública, permanezcan ajenos a semejante obviedad. Entre nosotros, y por desgracia, la solidaridad con las víctimas sigue dependiendo, por lo que se ve, de su renta per cápita.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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