Sobre una traducción
Como autora de la versión castellana, creo necesario contestar a la reseña sobre El atizador de Wittgenstein (Babelia, 13 de octubre), que termina con una valoración negativa sobre la calidad de la traducción y que se remata con una descalificación global sobre la competencia y honradez intelectual y profesional de la labor realizada. De manera específica, se critica el uso de ciertas expresiones porque 'suenan o se entienden mal en castellano' y corresponden a 'lugares conocidísimos de la filosofía del siglo XX', pero -se sobreentiende- bajo una terminología diferente de la empleada en el texto castellano, para terminar descalificando la labor de la traductora, a la que además se acusa, de manera algo insidiosa, de desidia.
Iré por partes. De los términos citados por el autor de la reseña como erróneos, sólo dos de ellos lo son indiscutiblemente: 'principio de falsificación', donde debería decir de falsación, y 'falseabilidad', donde debería leerse falsabilidad. En ambos casos se trata de un lapsus (provocado, por cierto, porque en castellano no existe el verbo falsar, pero sí falsear). Que se trata de un lapsus y no un error es fácil de comprobar, puesto que falsación y falsabilidad son empleadas en todas las demás ocurrencias para referirse a la refutación de una teoría mediante contraejemplos, o a la posibilidad de hacerlo. Los restantes vocablos citados en la reseña aparecen en el Diccionario de la Real Academia, por lo que no cabe el reproche de 'que no se entienden en castellano'. Más discutible puede ser que no pertenezcana la jerga filosófica usada por los especialistas universitarios. En cuanto a los casos en que no había total acuerdo en la terminología filosófica, decidí elegir vocablos cuya morfología y fonética correspondieran a las normas del castellano.
Creo que bastan estas precisiones para dejar claro que la presencia de ciertos términos -que pueden ser discutibles, pero no tildados de graves errores sin más- en lugar de otros no se debe a una decisión apresurada, como se afirma infundadamente. El cuidado y la inversión de esfuerzo y tiempo con que se ha realizado la traducción se refleja en detalles que no habrán escapado al sagaz escrutinio del autor de la reseña, pero que éste no ha juzgado conveniente comentar.
Por último, huelga decir que si la traducción hubiera sido mala, esa 'brillantez narrativa' en la presentación de los sucesos históricos y esa claridad expositiva que hacen 'comprensible y atractivo' el mensaje filosófico, y que se subrayan en la reseña, no habrían podido ser percibidas por ningún lector del texto castellano, incluyendo al autor de ésta.
Rogaría al profesor I. Reguero, traductor él mismo, que antes de descalificar el esfuerzo y los resultados de una traducción ajena se parara a considerar la totalidad del texto y no partiera de presuposiciones previas.
Los traductores, además de mejores condiciones económicas, también merecemos que se valore nuestro trabajo con algo más de ecuanimidad.
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