En el límite del bien y del mal
Ésta es la historia de un criminal. Lester Ballard, hijo de un suicida y de una madre que se fugó quién sabe a dónde, quedó sólo y hubo de sobrevivir sin otra referencia que la de sus propios instintos y lo que extrajera a la buena de dios del mundo cerrado y hostil por donde lampaba de un lado a otro, en Tennessee. Lo cierto es que carecía de cualquier otra referencia moral. Su historia es la de un muchacho que se limita a seguir viviendo, que ha de hacer frente a las fuerzas y deseos que surgen de su naturaleza y que carece de medios para asimilar todo lo que no sea inmediato, es decir: nada.
La historia comienza cuando este ceporro se lía a tiros con el subastador de unas tierras que él sostiene que le pertenecen, y acaba en la cárcel. A la vuelta de la pena cumplida, deambula de aquí para allá entre vecinos que le compadecen (los menos) y que le dejan estar por ahí sin prestarle más atención que a un animal estabulado (los más). Su instinto le hace buscar una compañía que nunca se resuelve más allá de un saludo, un comentario, una mirada suspicaz, una mano que acerca sin ganas una taza de café.
HIJO DE DIOS
Cormac McCarthy Traducción de Pedro Ferrández Aranda Debate. Madrid, 2001 160 páginas. 2.500 pesetas
A partir de aquí, Cormac McCarthy comienza a tejer una de sus historias característica y tozudamente sureñas y fronterizas. Todas las historias de McCarthy tienen en común algo que las identifica: son historias de gente que está en el límite. De hecho, uno de sus territorios es la frontera, límite por excelencia, y de ahí han salido obras maestras indiscutibles como la Trilogía de la frontera o la melvilliana y maravillosa Meridiano de sangre. Pero en esta novela, el límite está específicamente situado en el individuo que la protagoniza. Debo aclarar que todos sus personajes están en el límite y señalaría que ese límite es, en mi opinión, el de una situación extrema: ese punto en el que alguien, desnudo de otra cosa que no sea la estricta supervivencia, trata de seguir viviendo hasta que no puede más, hasta que la vida que lo sostiene en pie demuestra ser más poderosa y duradera que él.
Hay en la narrativa de McCar-
thy una conjunción perfecta entre estilo literario e intención novelesca. Es un caso extraordinario. Entre las páginas 15 y 17 se describe el miserable rincón del mundo donde vive Lester Ballard. La descripción se refiere estrictamente a la cabaña. El chico apenas participa en esa descripción más que como otro elemento más de la cabaña; pero una vez leída, el lector comprende que el personaje Ballard, su mundo y su futuro han quedado fijados ahí, y toda la novela no será otra cosa que el desarrollo -en forma de trayectoria vital del protagonista- de lo que esa cabaña contiene y significa. Esa descripción encierra el sentido de la novela y, por lo mismo que lo encierra, abre y extiende la novela; es su centro de referencia. Y eso se debe en buena parte a la capacidad de McCarthy de cargar las cosas que rodean a las personas, de llenarlas de cuerpo, de volúmenes, de sensaciones, de tangibilidad literaria en definitiva; pero todo ello lo consigue gracias a un lenguaje exacto, escueto, afilado, en el que cuanto se dice es necesario, nada sobra: hiere su precisión.
Decía que ésta es la historia de un criminal. Lester Ballard es uno de esos criminales que de pronto salta a las páginas de la prensa por cometer una matanza -concentrada o sucesiva- sin sentido, por puro gusto, desidia, dislate... uno de esos sucesos macabros que el común de los mortales atribuye a la maldad congénita o estúpida de un psicópata. McCarthy nos cuenta la historia de alguien cuya errabundia, desamparo y desconexión le lleva a cometer crímenes por la misma razón por la que podría no haberlos cometido; o porque una vez embarcado en ello, la lógica del desastre le lleva a seguir cometiéndolos. Hay una progresiva degradación en el personaje a partir del momento en que su extrema soledad le ayuda asaltar sobre un tabú. No diré cuál es por cortesía hacia el lector, pero sí que actúa como una caja de pandora que, en los términos del relato, resulta tan aceptable como para que el lector se limite a esperar el punto de no retorno de la situación como única y perpleja respuesta ante el horror.
McCarthy emplea dos narra-
dores inicialmente: uno que acompaña a Lester como su sombra y otro que relata desde fuera. Este segundo desaparece en la segunda parte y vuelve, diluido y descompensado, en algún trozo de la tercera. Es el único reparo que pondría a un libro tan medido, tan dominado. Todo lo demás, desde la presentación impactante, la descripción de la cabaña, el tiempo en que se cuenta el irivenir de Lester, es un apoyo formidable para el momento en que, tras llevar al niño bobo la cría de tordo como regalo, da comienzo -éste es el preludio, y es tremendo- a una continuada -y yo diría también que paciente, aunque parezca un disparate- explosión personal de Lester. Una explosión que se detiene, justamente, en el momento en que es detenido y, con una argucia, escapa por las cuevas. En ese momento, la lucha por la supervivencia de Lester casi está a punto de sublimar el espanto de su trayectoria vital (hay un llanto en un momento determinado que sólo puede corrresponderse con una intuición narrativa verdaderamente genial). Después sigue un final que es casi como un desmayo y, a continuación, la constatación inútil de su culpabilidad, como sucede cuando toda vida ha desaparecido de su propia razón. Ésta es una novela corta inolvidable sobre la vida en los límites de la razón, la cordura y la furia; sobre la vida, en fin, contada como se tensa la cuerda en un arco en el instante mismo en que la flecha ha de partir. Es también una novela que dice que todo lo incomprensible tiene un motivo y un sentido. En los tiempos que corren, es una propuesta realmente sustanciosa.
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