'Para ser heterodoxo hay que conocer bien la ortodoxia'
José Ignacio Linazasoro (San Sebastián, 1947) fue radical en su juventud y es en su madurez un arquitecto heterodoxo, con más voluntad de adecuación al contexto que de exhibición de un determinado estilo. Formado en Pamplona y Barcelona, en los setenta encabezó en el País Vasco la reacción antimoderna que llegó a España a través de Rossi y la Tendenza. Aunque fue discípulo de Caro Baroja, en su profesión de la fe clasicista tuvo más peso la Ilustración que la etnografía, como muestran la ikastola de Fuenterrabía (1974-1978), que construyó junto a Miguel Garay, o su tesis doctoral El proyecto clásico en arquitectura (1981). Tras su traslado a Valladolid, de cuya Escuela de Arquitectura fue catedrático entre 1983 y 1988, y la reconstrucción de la iglesia de Medina de Ríoseco, en el perfil de Linazasoro se acentuaron los rasgos de historiador y restaurador. Finalmente, otra cátedra de Proyectos obtenida en 1988 fija su residencia en Madrid, donde se inicia otra etapa que el mismo Linazasoro describe como 'de madurez', con obras ya de mayor envergadura, entre las cuales, tres edificios para la UNED: una biblioteca y las facultades de Económicas y Psicología.
PREGUNTA. Su biografía está ligada a tres ciudades: San Sebastián, Valladolid y Madrid. ¿Qué ha impulsado ese viaje del norte al centro?
RESPUESTA. Diría que ha sido un poco fruto del azar; yo vivía en San Sebastián y en ese momento la Escuela de Arquitectura no estaba todavía muy consolidada. Tuve la oportunidad de presentarme a una cátedra en Valladolid y la gané; después se convocó otra en Madrid y pasó lo mismo.
P. Pero esos cambios de residencia coinciden con cambios en la trayectoria profesional. De ser un representante destacado del clasicismo vasco a, como se dice en la biografía suya de un catálogo, 'recuperar la continuidad racionalista'.
R. A mí ése no me parece un buen resumen. Un arquitecto empieza a tener personalidad propia a partir de los cuarenta años. En el prólogo que acabo de escribir para la edición de mis textos últimos digo algo así como que mis primeros escarceos en el terreno de la escritura -y esto puede aplicarse igual a la arquitectura- fueron en los años setenta, en plena época de revisión del Movimiento Moderno, cuando se hablaba eufemísticamente de 'recuperación de la disciplina', pero en realidad no había más que un intento de objetivar principios y reglas. Luego los tiempos cambiaron y ello me permitió reflexionar más en solitario, sin presiones ambientales. La ikastola de Fuenterrabía, que realizo con Garay, igual que las casas de Mendigorría, son obras que proyecto con menos de treinta años. No reniego de aquel momento; de él queda evidentemente un poso que asoma en la obra posterior, pero eso no significa que haya pasado del clasicismo al racionalismo, y del racionalismo a no sé qué.
P. Tener un modelo como el clasicismo ilustrado, e intentar seguirlo a toda costa, sirve en todo caso para aprender a saltarse luego las reglas.
R. Me he proyectado muchas veces en ejemplos como el de Fisac en España; o Asplund y Lewerentz en los países nórdicos. Pasaron todos por una etapa clasicista, incluso Alvar Aalto. Y mucho de lo que se saltaron luego fue mirando aquello y haciendo lo contrario. Para ser heterodoxo primeramente hay que conocer bien la ortodoxia.
P. En la modernidad siempre hay entonces un ingrediente clásico.
R. ¡Hombre, claro! Hay una lucha, una tensión, si se quiere una nostalgia.
P. A partir de la intervención en la iglesia de Medina de Ríoseco, se le ve como alguien que restaura, como un arquitecto erudito. ¿Y los edificios de Madrid?
R. Las obras de Madrid son las primeras grandes que hago, pero Medina de Ríoseco es un punto crucial. Tengo que medirme con el pasado -el programa inicial era: hay que reconstruir esto- y tengo que hacerlo con instrumentos contemporáneos; no quiero hacer una construcción moderna y revestirla de antigüedad, sino que pretendo ser coherente. Y eso te lleva a una reflexión sobre lo adecuado o no de esos sistemas. Ése es el puente para plantearse cómo abordar una obra grande y con un programa actual. En la biblioteca está la idea de la monumentalidad, que arranca del clasicismo y que tan bien recogió Louis Kahn; pero por otro lado la tectónica, la forma de construir, y en consecuencia la espacialidad que eso genera, viene del Movimiento Moderno. Ahí hay un punto de encuentro entre las dos tradiciones. Las facultades en cambio son ejercicios funcionales, y por eso son menos monumentales y más modernas. Siempre he pensado que el arquitecto está al servicio del tema y no al revés.
P. La última obra terminada, la iglesia de Valdemaqueda, también mira al pasado.
R. Pasa a veces, cuando te haces mayor, que vas volviendo poco a poco a los inicios. Entonces me interesaba el románico, y el paleocristiano, el visigótico o el mozárabe. Esas imágenes siempre me han pertenecido, y de repente vuelvo a verlas a través de personajes como Sigurd Lewerentz o Dom van der Laan. Con esto de los encargos hay además cierta predestinación extraña. El mismo año que visité San Pedro de Klippan, de Lewerentz, en 1997, me encargaron la iglesia de Valdemaqueda. No es que esta obra sea como la de Lewerentz; es más mediterránea en el tratamiento de la luz y hay juegos irónicos, pero sí coinciden en la desnudez, en la sensación de estar fuera del tiempo. Valdemaqueda es un caldo muy depurado que lleva muchos años en la reserva.
P. ¿Pero eso no sería cerrar el círculo demasiado pronto? Clasicismo, un paso relativamente fugaz por la modernidad histórica en clave contemporánea, y vuelta atrás, hacia algo más primitivo.
R. La iglesia es una excepción por el tipo de edificio. En la plaza y en la restauración de la iglesia de las Escuelas Pías, que estoy haciendo ahora en Lavapiés, atiendo a la complejidad del conjunto, a la arquitectura vista como suma de fragmentos. En cualquier caso, mis obras de este momento se caracterizan por su dependencia del tema; intento que cada cosa se resuelva de la forma más adecuada posible. Y hay otro punto de vista interesante que es el desgarro, la arquitectura de batalla, con un ingrediente de atemporalidad que en la plaza viene dado por los suelos de piedra, un estrato más antiguo donde se apoyan piezas más modernas de acero galvanizado. Este tema es especialmente relevante en un lugar como Lavapiés, donde además está la ruina de la iglesia. Y te enfrentas a ese estrato con otro. Quieres que quede bien claro que es una superposición, pero dejando una impronta de serenidad, para que las cosas se fundan unas con otras. Como decía Tanizaki, que haya un poco de sombra.
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