La certeza infinita tiende a cero
El autor defiende una nueva senda democrática para la globalización, porque no da respuestas a las necesidades sociales y provoca un injusto reparto de la riqueza.
Vivíamos inmersos en las certezas del pensamiento único: desregulación infinita, flexibilidad infinita, beneficio infinito... Aunque no todos. Los sindicatos siempre hemos mantenido una en nada arrogante incertidumbre, hasta para defender que la historia no había acabado, como pretende Fukuyama. ¿Ha sobrevivido alguna de estas certezas a los ataques suicidas del 11 de septiembre, más allá de la exigencia de llevar ante los tribunales a los responsables de esta matanza? ¿Qué propone ahora el pensamiento neoliberal, motor y guía de la globalización planetaria, después de la catástrofe de Nueva York y Washington?
Insistían muchísimo los vendedores de pensamiento único en que había que ser competitivo, al menos a la hora de rebajar al máximo los costes laborales y sociales. El acceso a los aviones que fueron secuestrados en aeropuertos estadounidenses y lanzados contra Manhattan y el Pentágono fue controlado por personal de seguridad de empresas privadas que obtienen las contratas, como en cualquier parte del mundo, por ser más baratas que sus competidoras. En opinión de Edward N. Luttwak, miembro directivo del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington, este personal de seguridad no estaba cualificado para realizar una actividad de estas características con el rigor necesario.
Los Gobiernos dan subvenciones a empresas una vez que han despedido a miles de trabajadores
Tan absurdo sería afirmar que la culpa del desastre la tienen los responsables de seguridad de los aeropuertos como ignorar que existe una relación directa y contrastada entre siniestralidad y debilitamiento del tejido laboral. Ni es aceptable una matización interesada en un ataque terrorista que nosotros condenamos sin paliativos, ni es justo obviar una serie de causas que están afectando al núcleo mismo de las sociedades modernas.
Antes de los espectaculares atentados de septiembre, todos sabíamos que las nuevas estructuras del trabajo se vienen cimentando sobre pantanos cenagosos; pero el número de víctimas -aunque resulte duro decirlo- no era suficiente, sólo daba para someras reseñas en los telediarios. Ahora, el desastre alcanza a millares de inocentes; se ha visto a todo color, decenas de veces, y muchos nos preguntamos de qué certezas estábamos hablando.
Había, también, que permitir y favorecer que los flujos financieros circularan libremente a lo largo y ancho del planeta, pues de esta manera -insistían los exegetas neoliberales- se generarían inversiones y, consecuentemente, riqueza en los países menos desarrollados. El propio Fondo Monetario Internacional reconoce que casi la mitad de la población mundial vive en la pobreza y pronostica que el número de personas que sobrevive con menos de un dólar al día se mantendrá más o menos constante, en cerca de 1.200 millones, hasta el año 2008.
No se está poniendo, pues, remedio a la miseria, pero sí que se han estado ofreciendo todas las facilidades para que los capitales errantes, incluidos los de los grupos terroristas, naveguen como nuevos bucaneros por las templadas aguas de los paraísos fiscales. Estados Unidos, que ha hecho uso de toda su capacidad de presión para edulcorar al máximo un reciente proyecto de la OCDE cuyo objetivo era, precisamente, poner freno a estos flujos del dinero negro, exige ahora todo lo contrario, una vez que las torres, lamentablemente, se han convertido en humo.
Una gran parte de los males de las sociedades modernas -insistían los neoliberales- proviene de la intervención del Estado. Privaticemos entonces. Y dejemos que el libre mercado, en su infinita sabiduría, nos devuelva al jardín del edén. Y así se ha venido haciendo. Los trozos más apetitosos de la sanidad, la enseñanza, las pensiones o las comunicaciones han sido ofrecidos en sacrificio al dios privatizador.
El mercado debe autorregularse -nos decían-, pero ahora los Gobiernos se apresuran a inyectar liquidez a las volátiles economías y sustanciosas subvenciones a las empresas con problemas. Por supuesto, una vez que estas empresas han puesto en la calle a miles de trabajadores. Hasta tal punto que hoy resulta difícil encontrar una compañía que no haya despedido o esté a punto de despedir a parte de su plantilla.
¿Tanto ha cambiado la situación económica mundial después del 11 de septiembre para que el neoliberalismo esté poniendo en práctica estas políticas antiliberales? ¿Se justifica esta contradicción por el caos económico provocado por los ataques terroristas? Creemos que no. Baste recordar que de enero a agosto de este año se han producido en Estados Unidos 1.120.000 despidos; que, desde mediados de enero de 2000 a marzo de 2001, el índice bursátil Dow Jones cayó un 16%; el S&P, un 25%, y el Nasdaq, un 63%, lo que algunos analistas han calificado como la mayor pérdida desde la depresión de los años veinte.
La recesión económica no ha surgido, por tanto, como una seta en otoño. Y los atentados terroristas no han hecho sino confirmar lo que los sindicatos venimos denunciando insistentemente: que la neurosis del lucro que aqueja a nuestra sociedad es incompatible con los auténticos valores democráticos. Que el individualismo egoísta de la globalización se conjuga muy mal con las necesidades sociales y medioambientales del planeta. Que la pornográfica riqueza de unos pocos pesa demasiado en la balanza desequilibrada de los millones de miserables que pueblan el planeta.
Si algo ha quedado claro después del 11 de septiembre es que el mundo desarrollado no va a poder permanecer por más tiempo en sus cotos privados, ajeno a cuanto acontece más allá de sus fronteras. Ahora más que nunca es necesario instaurar un orden internacional que reconduzca a la senda democrática a una globalización que está originando en millones de personas situaciones de desesperanza, falta de expectativas y, en ultimo término, una vía abierta a los actos de fanatismo y violencia.Vivíamos inmersos en las certezas del pensamiento único: desregulación infinita, flexibilidad infinita, beneficio infinito... Aunque no todos. Los sindicatos siempre hemos mantenido una en nada arrogante incertidumbre, hasta para defender que la historia no había acabado, como pretende Fukuyama. ¿Ha sobrevivido alguna de estas certezas a los ataques suicidas del 11 de septiembre, más allá de la exigencia de llevar ante los tribunales a los responsables de esta matanza? ¿Qué propone ahora el pensamiento neoliberal, motor y guía de la globalización planetaria, después de la catástrofe de Nueva York y Washington?
Insistían muchísimo los vendedores de pensamiento único en que había que ser competitivo, al menos a la hora de rebajar al máximo los costes laborales y sociales. El acceso a los aviones que fueron secuestrados en aeropuertos estadounidenses y lanzados contra Manhattan y el Pentágono fue controlado por personal de seguridad de empresas privadas que obtienen las contratas, como en cualquier parte del mundo, por ser más baratas que sus competidoras. En opinión de Edward N. Luttwak, miembro directivo del Centro de Estudios Internacionales y Estratégicos de Washington, este personal de seguridad no estaba cualificado para realizar una actividad de estas características con el rigor necesario.
Tan absurdo sería afirmar que la culpa del desastre la tienen los responsables de seguridad de los aeropuertos como ignorar que existe una relación directa y contrastada entre siniestralidad y debilitamiento del tejido laboral. Ni es aceptable una matización interesada en un ataque terrorista que nosotros condenamos sin paliativos, ni es justo obviar una serie de causas que están afectando al núcleo mismo de las sociedades modernas.
Antes de los espectaculares atentados de septiembre, todos sabíamos que las nuevas estructuras del trabajo se vienen cimentando sobre pantanos cenagosos; pero el número de víctimas -aunque resulte duro decirlo- no era suficiente, sólo daba para someras reseñas en los telediarios. Ahora, el desastre alcanza a millares de inocentes; se ha visto a todo color, decenas de veces, y muchos nos preguntamos de qué certezas estábamos hablando.
Había, también, que permitir y favorecer que los flujos financieros circularan libremente a lo largo y ancho del planeta, pues de esta manera -insistían los exegetas neoliberales- se generarían inversiones y, consecuentemente, riqueza en los países menos desarrollados. El propio Fondo Monetario Internacional reconoce que casi la mitad de la población mundial vive en la pobreza y pronostica que el número de personas que sobrevive con menos de un dólar al día se mantendrá más o menos constante, en cerca de 1.200 millones, hasta el año 2008.
No se está poniendo, pues, remedio a la miseria, pero sí que se han estado ofreciendo todas las facilidades para que los capitales errantes, incluidos los de los grupos terroristas, naveguen como nuevos bucaneros por las templadas aguas de los paraísos fiscales. Estados Unidos, que ha hecho uso de toda su capacidad de presión para edulcorar al máximo un reciente proyecto de la OCDE cuyo objetivo era, precisamente, poner freno a estos flujos del dinero negro, exige ahora todo lo contrario, una vez que las torres, lamentablemente, se han convertido en humo.
Una gran parte de los males de las sociedades modernas -insistían los neoliberales- proviene de la intervención del Estado. Privaticemos entonces. Y dejemos que el libre mercado, en su infinita sabiduría, nos devuelva al jardín del edén. Y así se ha venido haciendo. Los trozos más apetitosos de la sanidad, la enseñanza, las pensiones o las comunicaciones han sido ofrecidos en sacrificio al dios privatizador.
El mercado debe autorregularse -nos decían-, pero ahora los Gobiernos se apresuran a inyectar liquidez a las volátiles economías y sustanciosas subvenciones a las empresas con problemas. Por supuesto, una vez que estas empresas han puesto en la calle a miles de trabajadores. Hasta tal punto que hoy resulta difícil encontrar una compañía que no haya despedido o esté a punto de despedir a parte de su plantilla.
¿Tanto ha cambiado la situación económica mundial después del 11 de septiembre para que el neoliberalismo esté poniendo en práctica estas políticas antiliberales? ¿Se justifica esta contradicción por el caos económico provocado por los ataques terroristas? Creemos que no. Baste recordar que de enero a agosto de este año se han producido en Estados Unidos 1.120.000 despidos; que, desde mediados de enero de 2000 a marzo de 2001, el índice bursátil Dow Jones cayó un 16%; el S&P, un 25%, y el Nasdaq, un 63%, lo que algunos analistas han calificado como la mayor pérdida desde la depresión de los años veinte.
La recesión económica no ha surgido, por tanto, como una seta en otoño. Y los atentados terroristas no han hecho sino confirmar lo que los sindicatos venimos denunciando insistentemente: que la neurosis del lucro que aqueja a nuestra sociedad es incompatible con los auténticos valores democráticos. Que el individualismo egoísta de la globalización se conjuga muy mal con las necesidades sociales y medioambientales del planeta. Que la pornográfica riqueza de unos pocos pesa demasiado en la balanza desequilibrada de los millones de miserables que pueblan el planeta.
Si algo ha quedado claro después del 11 de septiembre es que el mundo desarrollado no va a poder permanecer por más tiempo en sus cotos privados, ajeno a cuanto acontece más allá de sus fronteras. Ahora más que nunca es necesario instaurar un orden internacional que reconduzca a la senda democrática a una globalización que está originando en millones de personas situaciones de desesperanza, falta de expectativas y, en ultimo término, una vía abierta a los actos de fanatismo y violencia.
Cándido Méndez es secretario general de UGT.
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