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Columna
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El símbolo polivalente

En casa de Asier Altuna, uno de los presuntos colaboradores etarras recientemente detenido, estaba enmarcado el legendario retrato del Che Guevara. Desde luego no es esto lo más dramático del lance: dramático y paradójico resulta que el presunto en cuestión sea sobrino del diputado general de Guipúzcoa, el cual ha padecido en varias ocasiones, al menos sobre su patrimonio, los ataques de la violencia terrorista.

Al margen del planteamiento familiar (que sólo puede inspirar un absoluto respeto y desde luego excluye cualquier intervención de la opinión pública al respecto), la certidumbre de que habitamos un país paradójico se demuestra una vez más. El entorno violento no está formado por extraterrestres ajenos a nuestra cultura, a nuestra educación, a nuestro hipotético sistema de valores. Están entre nosotros, están, por decirlo de algún modo, en el saloncito de casa. Basta que se desencadene cualquier discusión familiar para que siempre haya en la mesa alguna voz especialmente distante con las víctimas, alguien para quien la violencia como instrumento político no deja de ser 'un instrumento más'. Estas discusiones se disuelven al recoger la mesa, al acudir alguien al cuarto de baño y volver con otro tema. Lo cual no deja de ser triste: la claudicación, la renuncia a convencer al otro, la imposibilidad de comunicarnos con cierta eficacia. Entre las palabras que pone de moda el nacionalismo (que son sucesivas) primero estuvo la 'negociación' y ahora es el 'diálogo'; quizá dentro de poco tiempo tengamos que hablar de 'comunicación'.

Retornando de los cerros de Úbeda: en casa de Asier Altuna había un retrato del Che, el legendario retrato que llevamos varias décadas viendo en todas partes. Pocas obras fotográficas habrán hecho mayor fortuna. El retrato del Che, siguiendo las pautas lingüísticas de moda, se ha transformado en un icono. Pero lo malo de los iconos es que, al final, nadie sabe qué significan. Durante la transición, la agitada transición, el retrato del Che se hallaba en casa de nuestros amigos ideológicamente más audaces, los que, en medio de la marea general de un difuso progresismo, habían dado el paso definitivo de abrazar el dogma marxista-leninista. Las tiendas estaban llenas de retratos, como manzanas prohibidas, como certificados a disposición de todo aquel que demostrara su adscripción a principios revolucionarios.

Desde entonces, el retrato del Che no nos ha abandonado. Siguió estando presente, con el paso de los años, desde muy distintos presupuestos: la nostalgia, o el folclore, o casi la antropología. Siguió estando en los cuartos de los adolescentes, como expresión de una vaga rebeldía. Los nostálgicos de la rojería, los que estuvieron en su momento integrados en células militantes de diminutos partidos de izquierda, mantuvieron a menudo el retrato del héroe, como contrapunto a su Mercedes de asientos de cuero, a su plaza funcionarial en propiedad, o a la subdirección general de una compañía de seguros. Por otra parte, siempre ha habido en Europa latinoamericanos que tenían el retrato, sin demasiado soporte ideológico, pero quizás como un ecuménico recuerdo del continente americano. Ha habido y hay niñatos que tienen el retrato del Che por una mera cuestión estética. El retrato del Che, incluso, se introducía entre los pósteres de los grupos musicales de moda, como si fuera el de un cantautor, el de un solista. Ahora el retrato del Che aparece en manos de un presunto etarra, aunque en modo alguno esto representa una sorpresa: muchas herriko tabernas estaban ya decoradas con la imagen del héroe.

La cuestión (cuya interpretación final al menos no compete a los que nunca hemos idolatrado ni a la figura histórica ni a su fotográfico cliché) es la siguiente: ¿qué representa el retrato del Che? ¿Qué vincula a un adolescente difícil con un inmigrante latinoamericano? ¿Qué vincula a un antiguo comunista, ostentosamente aburguesado, con un joven etarra?

El medio es el mensaje, predica la modernidad. Y quizás tiene razón. El retrato quiere decirnos algo desde lejos. Pero nadie sabe el qué.

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