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Tribuna:EL FANATISMO DE LA RELIGIÓN
Tribuna
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Odios teológicos

Enrique Krauze

Explicar la guerra es explicar al hombre -misión imposible-, pero conozco una sencilla anatomía para describir sus motivos. Parte del cerebro: los hombres matan por las ideologías, pero no por las ideas puras (Kant nunca ha producido un casus belli). Mueren por razones del corazón, por amor sentimental a la patria o la libertad (Byron estaba en lo cierto). Matan por apetitos, por codicia o hambre de territorios, recursos, o por el hambre misma (Marx también tenía razón). Las vísceras abrigan, en efecto, mortíferas pasiones raciales, regionales, nacionales (Nietzsche resultó el profeta mayor del siglo XX). Y, finalmente, matan desde aquella zona oscura en la que otro certero profeta (Freud) radicó los impulsos primarios y opuestos de Eros y Tanatos. El esquema funciona: las revoluciones de independencia en América y la Revolución Francesa, las revoluciones sociales y socialistas, las guerras civiles (norteamericana, española), las dos guerras mundiales, las guerras de los Balcanes y la de Troya ocurrieron dentro de ese marco 'corporal'. Pero hay una dimensión que engloba todos los órganos y facultades, los rebasa, exacerba y desquicia: el fanatismo de la religión.

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Octavio Paz refería una anécdota que viene al caso. Le ocurrió nada menos que en Afganistán. Un guía, si no recuerdo mal, le habría dicho: 'Jehová, kaput; Jesús, kaput; ¡sólo Alá vive!'. A Paz le incomodaba el monoteísmo, lo veía como la fuente original de la intolerancia. Cuando hacia 1980 publicamos en la revista Vuelta un ensayo sobre Afganistán (en torno a los fieros guerreros musulmanes que repelían con éxito la invasión soviética, como alguna vez lo habían hecho con los ingleses) no imaginamos que esa batalla por su suelo y sus costumbres (financiada por Occidente) iba a traducirse, con el tiempo, en un régimen de poseídos, represivos de su propia población femenina, practicantes de la limpieza étnica y firmes creyentes en que las 'espadas son las llaves del paraíso'. Con ellos sí: kaput Kant, Byron, Marx, Nietzsche, Freud, Jehová y Jesús; sólo Alá vivirá.

El mundo islámico es una compleja galaxia cultural y nacional en impresionante expansión demográfica. En esa galaxia predominan las satrapías autoritarias y una brutal desigualdad económica y social, aunque no faltan en ella Gobiernos moderados. Sus aportes a la ciencia, el arte y el humanismo de Occidente fueron -hay que recordarlo siempre- inmensos y perdurables. Habría que resaltar también las diferencias entre corrientes centrales del islam y el fundamentalismo extremo de los talibanes y Bin Laden, que guían sus actos por una de las muchas máximas guerreras atribuidas al profeta: 'En el islam hay tres reinos: el bajo, el alto y el altísimo. El bajo alberga a la generalidad de los musulmanes, aquellos que dicen 'soy musulmán'. En el alto los hay de méritos diversos, algunos mejores que otros. Pero el altísimo es el de la yihad en nombre de Dios, y a él sólo los mejores acceden' (Al Muttaqi, citado por Bernardo Lewis en Islam, Harper Collins, volumen 1, 1974). Con todo, más allá de los necesarios matices, excepciones y diferencias, no hay duda de que el islam y la modernidad occidental han mostrado hasta ahora pocas zonas de compatibilidad.

Como observó Ibn Jaldún (ese remoto Toynbee del siglo XIV), la historia árabe se mide en ciclos y ritmos de larguísima duración. Ha sido, también, una historia surcada constantemente por la guerra. En la raíz de toda guerra, escribe Ibn Jaldún, está 'el deseo de venganza': 'inicuo y perverso' si lo mueve el espíritu de agresión o de envidia, pero 'justo y santo' si 'busca castigar a los enemigos de Dios y su religión'. Un concepto central en su filosofía de la historia es asabiya, espíritu de grupo que en su momento cumbre se expresa en 'una voluntad colectiva de dominio' (Ibn Jaldún, Introducción a la historia universal, Al Muqaddimah, Fondo de Cultura Económica, páginas 22 y 493). Luego del ciclo de esplendor y decadencia que duró ocho siglos, siguió el dilatado ascenso y repliegue del imperio turco otomano, arco que va desde tiempos de Cervantes hasta el siglo XX. A partir de 1920 pareció anunciarse la relegación histórica definitiva del poderío islámico, con dos salvedades importantes: la reacción árabe y palestina al establecimiento de Israel y la importancia creciente de su riqueza petrolera. En 1973, ambas convergieron en un proceso de afirmación (asabiya) nacional y regional frente a Occidente que, sin embargo, no parecía esconder tintes religiosos.

De pronto, a fines de los setenta ocurren dos hechos axiales: la llegada al poder del ayatolá Jomeini y la invasión soviética a Afganistán. Entonces hablábamos con cierta fascinación del 'retorno de lo sagrado', esa inexorable vuelta de los valores religiosos en un mundo que había dado por muerto a Dios sin que Dios se diera por enterado. Y nos sorprendía el uso que el ayatolá y sus seguidores habían dado a la tecnología moderna, sobre todo a los casetes que circulaban con sus mandatos y profecías. Pero en el fondo pensábamos que aquél era un mundo extraño, caótico, ensimismado y, en cierta forma, inofensivo.

Pero fue en la última década del siglo cuando la galaxia islámica comenzó a mostrar 'deseos de venganza', 'voluntades colectivas de dominio' y ánimos de 'castigar a los enemigos de Dios y su religión'. El asesinato de Anuar el Sadat (1981) por su propia milicia fundamentalista fue, a la distancia, una señal inequívoca que pocos entendieron. El proceso de radicalización se avivó con la disputa por el petróleo en la Guerra del Pérsico (el factor Marx), y la sorpresiva exacerbación de los odios raciales y nacionales contra los musulmanes en los Balcanes y la antigua Unión Soviética (el factor Nietzsche). El hecho de que Europa y Estados Unidos los defendieran de los serbios en Bosnia y Kosovo no los conmovió mayormente. La ira siguió su curso con un fondo no ideológico, sino religioso, fundamentalista en sentido estricto. Con la segunda (y aún inconclusa) Intifada, el proceso cambió de escala: descubrió el uso tecnológico del suicidio para matar masivamente y sembrar el terror. Los ataques a la Embajada norteamericana en Sudán y el kamikaze contra el barco Cole fueron otra llamada. La última. Y, por fin, el 11 de septiembre el mundo entero vio la yihad globalizada.

Hay, no cabe duda, otra cara en la moneda. Los Estados Unidos (sus gobiernos, sus agencias de inteligencia, sus complejos militares) tienen una gran responsabilidad, al menos indirecta, en el dramático proceso que ahora les afecta. Para su propia guerra contra la Unión Soviética ('el imperio del mal') armaron a los radicales islámicos (¿recuerda usted Rambo III?, combate junto con los talibanes para vencer a los rusos). Trataron a esa zona del mundo como a Latinoamérica en la primera mitad del siglo. El sha era el homólogo iraní de los 'dictadores útiles'. La sociedad y los medios estadounidenses tienen también su cuota de responsabilidad: prefirieron ignorar este desarrollo que ahora se les revierte como un bumerán. Cuando cayó el muro de Berlín y se derrumbó la Unión Soviética, decretaron 'el fin de la historia' y volvieron a sus viejos instintos aislacionistas. '¡Qué absurdos y patéticos parecen ahora los escándalos nacionales en torno a O. J. Simpson y a Mónica Lewinsky!', apuntó hace unos días David Halberstam, uno de los más agudos observadores autocríticos de la vida norteamericana, agregando que podían haber empleado esos recursos, ese tiempo, ese esfuerzo en estudiar y conocer al mundo islámico.

No hay un Clausewitz para el terrorismo, menos aún si lo impulsa el odio teológico. Por su dimensión y naturaleza parece tan difícil de erradicar como el narcotráfico (y quizá más, porque éste se abatiría con la legalización). La otra galaxia, la galaxia occidental, tiene recursos y fuerza para desmontar paulatinamente la bomba histórica. Los Estados Unidos pueden continuar fortaleciendo alianzas con sus antiguos adversarios (sobre todo Rusia, pero también China) que enfrentan, en diversa medida, el mismo desafío; pueden tender puentes de apoyo y convivencia (no sólo militares y políticos, sino económicos y culturales) con los países árabes moderados; deben cuidar a su población islámica interna, y pueden -punto crucial- presionar para un arreglo definitivo del conflicto palestino-israelí. Esa salida política y diplomática será, a la larga, la opción inteligente y sensata. A las tropas en Afganistán, en cambio, les espera quizá una guerra atroz -aunque, a mi juicio, inevitable-, como bien saben tanto los soviéticos como los ingleses. Y en la expedición punitiva contra Bin Laden podría ocurrirles lo que al general Pershing, que encabezó la expedición punitiva de Estados Unidos para atrapar en 1916 a Pancho Villa (quien había atacado el pueblo norteamericano de Columbus matando a decenas de civiles); se escondía en las inaccesibles cuevas del desierto en el norte mexicano. 'El fugitivo está en todas partes y en ninguna', decían los partes de guerra. Jamás lo encontraron.

Enrique Krauze es historiador mexicano y director de la revista Letras Libres.

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