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Tribuna
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Las incertidumbres de la paz y de la guerra

No estamos ante un choque de civilizaciones, sino de fundamentalismos, que hay más de uno, y de colectivos que creen tener una 'misión' transcendente. Lo que ocurre puede ser interpretado como un choque entre un determinado fundamentalismo religioso y el fundamentalismo del dinero y de la arrogancia del poder político y militar. Y cabe preguntarse lo que ocurre cuando los pueblos que se creen escogidos por Dios se enfrentan a grupos fanáticos que también se creen escogidos. Evidentemente, nada bueno, pues el choque es profundo y está inmerso en elementos sobrenaturales que escapan a la mínima racionalidad y a la moderación. Pero el uso de Dios, por unos y otros, nos invita a hacernos más preguntas, y una de ellas es interrogarnos qué es lo que provoca el fanatismo y la disposición de morir matando. Y en las respuestas, que son varias, veremos muchas invocaciones a que detrás de los fundamentalismos siempre encontramos miseria y desesperación, lo que permite crear mitos de gloria o un más allá de plena felicidad, y de suficiente intensidad como para matar a quien se considera ya como no-humano, quizás porque es visto como la representación del diablo.

Chocan un sistema mundial hegemónico y radicalidades desesperadas

No hay choque de civilizaciones, pero sí un verdadero choque entre un sistema mundial hegemónico y radicalidades desesperadas. Rigoberta Menchú, muy pocos días después de la tragedia del 11 de septiembre, nos recordaba que hay sectores que no han encontrado una disposición pluralista para el reconocimiento y respeto a sus expresiones identitarias en los marcos institucionales actuales, y que un día u otro, de una manera u otra, eso se acaba pagando. En la crisis actual, pero también en las futuras, creo que nos ayudaría mucho conocer mejor lo que nos piden los demás o los argumentos que hacen servir para intentar legitimarse, incluido Bin Laden. Una exigencia o una petición no deja de tener sentido y significado porque lo pida o exija el enemigo, el adversario o el terrorista. Y es que hemos acumulado muchos temas pendientes, arrogancias insoportables, demasiadas injusticias, dobles raseros, fanatismos de todo tipo y falsas verdades, y Oriente Próximo es un espacio donde se han concentrado demasiadas de esas cosas. Y para tratar lo pendiente se necesitan requisitos, y son muchas las personas que están convencidas de que Estados Unidos no tienen la legitimidad necesaria para reconducir los asuntos pendientes de este mundo. Su creencia de ser únicos, diferentes a los demás, los más fuertes y la mano derecha de Dios, les impide entender muchas dinámicas del planeta y concertar estrategias cooperativas y universales. Y a los ojos de una gran parte del mundo, especialmente del musulmán, los Estados Unidos no tienen la altura moral para conducir determinados asuntos, y menos para imponer su criterio particular. Y de la larga lista de motivos que se han esgrimido estos días, me quedo con la significativa actitud de rechazar y despreciar el Tribunal Penal Internacional, por su profunda convicción de que un soldado norteamericano jamás debería ser encausado por un tribunal internacional. Y esa actitud insolidaria y arrogante se produce nada menos que en un momento donde todos los analistas coinciden en que lo que sucede ahora debería obligar a los Estados Unidos a replantear su aislacionismo y darse cuenta de la oportunidad que significa para avanzar en el universalismo, para entender que el mundo tiene problemas que afectan a todos, y que todos habrán de poner su parte para encontrar soluciones.

Deberíamos entender también cómo operan los mecanismos y procesos de construcción de imágenes de enemigo, el maniqueísmo de pensar que nosotros siempre somos los buenos y los malos siempre son los demás, la tendencia a reducir, simplificar o generalizar las cosas (el Islam, Occidente, Oriente, los árabes, los cristianos...), sin matizar, personalizar o concretar las diferencias y los tonos. Todo eso tiene que ver con el fatalismo y la transmisión de padres a hijos del odio y la venganza, para deshumanizar a colectivos o países enteros bajo el paraguas de que son demonios, herejes, proscritos, malvados o perversos. Y ello dificulta enormemente comprender el contexto de las cosas y la historia que la precede. En este sentido, Bin Laden es como un concentrado operativo, en su versión más perversa y destructiva, de una acumulación de errores y agravios que son objetivos, reales, existentes y no resueltos. No entenderemos lo que ha pasado sin ver también cómo se han acumulado una serie de cosas, vivencias personales y colectivas sumamente dolorosas de exclusión que afectan a la identidad y a la percepción de seguridad de las comunidades de donde surgen los terroristas. Si no hacemos este ejercicio de análisis y autocrítica a la vez, es casi seguro que en el futuro volverán a brotar nuevos candidatos al martirio que harán servir el terrorismo para hacer visibles sus causas y reclamos. Esto nos obliga a mirar en primera instancia a Oriente Próximo, tanto por ser una de las canteras de mártires como por constituir la primera y principal justificación que dan algunos grupos terroristas, incluido el de Bin Laden, para buscar legitimidad y aplausos.

¿Cómo responder a lo que ocurre, y hacerlo de manera justa? En los estudios sobre paz, utilizamos la metáfora de las cuatro gafas para explicar cómo intervenir positivamente en los conflictos: las que sirven para ver de lejos (la historia, los orígenes, las raíces), las de ver cerca, para entender los detonantes y las crisis; las gafas oscuras para ver la cultura profunda de las sociedades implicadas, y las gafas oscuras para ver de cerca los espejismos y las modas perecederas. Esta metáfora sirve para no olvidar también que cada cual mira con sus gafas, y que tenemos visiones diferentes de la misma realidad. Y la moraleja es sencilla: o contrastamos más a menudo las percepciones, o nunca conseguiremos entendernos mínimamente. En estos momentos, por tanto, sería útil que la Liga Árabe, las iglesias, intelectuales y movimientos sociales de todas las culturas explicasen al mundo lo que ha quedado pendiente desde su punto de vista.

John Paul Lederach, una de las personas que más han trabajado en la transformación de conflictos, nos ha sugerido esos días que para afrontar la crisis hemos de cambiar las reglas del juego y hacer que el adversario se descoloque con una respuesta de nuestra parte que no espere. Y esta respuesta no puede ser la fuerza militar, sino una aspiración y un programa a medio plazo de democracia y reconciliación a nivel global. En otras palabras, no enfocaremos correctamente esta crisis si no somos capaces de ir a las raíces del odio, la cólera y el resentimiento, máxime cuando lo que se plantea es hacer frente a un fenómeno como el del terrorismo, al que no podremos hacerle frente con medios militares, entre otras cosas por tratarse de un enemigo difuso, no focalizado o centrado en un territorio específico, y que puede estar entre nosotros mismos. Al terrorismo sólo se le puede hacer frente de manera indirecta, actuando sobre sus circunstancias, sus formas de reclutamiento y finanzas, influyendo sobre sus bases de apoyo, sobre los acontecimientos que lo legitiman ante los ojos de algunas sociedades, y actuando sobre las dinámicas que favorecen su desarrollo. Y no se puede hacer frente al terrorista si no se comprende porqué hace lo que hace y no hace las cosas de otra manera.

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La estrategia del bombardeo, con cero bajas propias y rearme integral, no servirá más que para volver a épocas pasadas de triste militarización y absoluta incapacidad para enfrentarse a los problemas. Los conflictos de hoy son de otra naturaleza, y para hacerles frente hay que entender que la construcción de paz tiene un precio: necesita infraestructuras, gentes preparadas, diplomacias activas y complicidades desde la diversidad del mundo, no de visiones unilaterales que quieren imponerse. Y en ese plan de ataque por la paz y la justicia, todo el mundo ha coincidido en que hay que empezar por Palestina, intensamente, para luego ir al Kurdistán, al Sáhara y a tantos sitios donde se necesita diplomacia de paz, no cazas o misiles. Pongamos por tanto todas las energías en formar coaliciones inteligentes en favor de la resolución de los conflictos pendientes y el desarrollo de las sociedades abandonadas, y no habrá quien aplauda después a los grupos terroristas, porque, aunque puedan utilizar todavía el terror, sólo serán locos condenados a desaparecer.

Vicenç Fisas es titular de la Cátedra Unesco sobre Paz y Derechos Humanos (UAB).

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