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Columna
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El consenso roto

Como ya ocurriera con Nagasaki, cuyo martirio quedó ninguneado por el potencial simbólico de su hermana en el terror, Hiroshima, la icónica brutalidad del ataque terrorista contra las Torres Gemelas de Nueva York ha llevado prácticamente al olvido que también sobre Washington cayó uno de los aviones convertidos en gigantesca bomba. Concretamente, un avión fue estrellado sobre el Pentágono, destruyendo una parte del emblemático edificio y acabando con la vida de centenares de personas. Pero algo más parece haberse roto desde aquel 11 de septiembre: me refiero a lo que se ha denominado el Consenso de Washington.

Con este término se denomina al conjunto de medidas de privatización, liberalización y desregulación diseñado a principios de 1990 por los economistas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, que constituyen desde entonces la receta única que estas instituciones aplican a los países en desarrollo que demanda su ayuda: el 'ajuste estructural'. Del consenso de Washington quedaron excluidas la cuestión de la equidad, los riesgos del crecimiento o el problema ecológico. Convertido en paradigma indiscutido del neoliberalismo global, 'Washington' pasó a significar el poderoso complejo político-económico-ideológico integrado por organismos financieros internacionales como el Fondo y el Banco Mundial, el Congreso y la Reserva Federal de Estados Unidos, los bancos centrales europeos, los altos cargos de la Administración y los grupos de expertos de los países más desarrollados.

Este discurso económico-ideológico dominante ha generado un horizonte de expectativas, un telón de fondo que confiere normalidad a determinadas afirmaciones de expertos y responsables políticos. Es como si vamos al cine a ver una película de John Ford, protagonizada por John Wayne y titulada Fort Apache: lo que esperamos contemplar es un western. Adecuamos nuestra percepción y comprensión a nuestras expectativas y no nos sorprende lo que aparece en la pantalla; al contrario, vemos lo que esperábamos ver. Eso es lo que ha ocurrido con el discurso económico dominante: tantas personas nos repiten tantas veces las mismas ideas que acaban por configurar una apariencia de consenso general tan poderoso que se convierte en la verdad social: flexibilidad, competitividad, calidad total, rigideces... Se cumple así aquello que el destacado economista Paul Ormerod ha lamentado en alguna ocasión: que 'cada vez más, la economía no se enseña como una manera de aprender a pensar de qué modo podría funcionar el mundo, sino como una serie de verdades evidentes acerca de cómo funciona'. Como se empecinaba en repetir el profesor Pangloss en el Cándido de Voltaire, las cosas son como son y no pueden ser de otra manera.

Ahora nos dicen que las cosas pueden, pero sobre todo deben, ser de otra manera. El consenso empieza a estar en entredicho. Un buen ejemplo es el artículo que el pasado jueves 11 de octubre publicaba en EL PAÍS Joseph Stiglitz, flamante premio Nobel de Economía 2001 y ex Economista jefe del Banco Mundial, en el que criticaba la obscena orgía desreguladora, privatizadora y anti-estatista que el fundamentalismo del mercado viene celebrando desde hace más de dos décadas en los Estados Unidos, actuando como envenenado reclamo para el resto del mundo.

Es verdad que el mejor converso es aquel que cae del caballo cuando se encamina a Damasco, no cuando ya está de vuelta. Pero no nos pondremos exquisitos. Arrepentidos los quiere el Señor. Y en estos temas de la economía, la democracia, la justicia y el desarrollo, arrepentidos los necesita, sobre todo, un mundo que debe unir todas las fuerzas posibles para luchar contra el más peligroso de los integrismos: el integrismo del mercado, que amenaza las bases de la vida natural, individual y social y que cuenta con tanto talibán (estudiante-propagandista) y con tanta madraza (escuela), aunque por aquí se denominen 'expertos' y 'think tanks'.

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