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Columna
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El café

Atribuyen a De Gaulle la pregunta de cómo gobernar una nación que tiene más de doscientas clases de queso, a lo que nadie ha dado respuesta, por ahora. Almorzaba el otro día con una paisana del general, instalada en España desde hace unos meses, y tras el postre hizo un comentario admirativo: '¡Qué extraño país España, donde hay tanta variedad de cafés que se piden y los sirven, aunque no aparezcan en lista alguna! En Francia, un café es sólo un café'. Nunca había pensado en eso y he hecho un recuento, de memoria, del que pueden escaparse las singularidades que ustedes quieran: solo, con leche, cortado, largo, de máquina, de sobre, descafeinado, granizado, en sorbete y las combinaciones imaginables. Los que en casi todos los establecimientos del ramo se soliciten son despachados sin rechistar y reunidas varias personas sea raro que coincidan en la elección. Un De Gaulle doméstico consideraría sumamente difícil administrar un pueblo tan diversificado a la hora de la sobremesa o el desayuno.

Voy perdiendo la afición por este brebaje, cosas de la edad sin duda, aunque en otras tempranas fuera bien adicto, hasta llegar a pervertirla solicitando, en los lugares más frecuentados, un café malo, un café de redacción, que no olía ni sabía a otra cosa que a recuelo, si templado, mejor. Ello sólo pone de relieve un paladar envilecido.

Como tantas cosas, el café no es lo que era. Un recuerdo de mi infancia lo relaciona con la ceremonia de tostarlo en la calle, maniobra fascinante realizada por un adolescente envuelto en holgado y sucio delantal. Encima del hornillo, una gran esfera de hierro a la que daba pausadas vueltas sobre su eje. Quizás se escuchaba el atropellado girar de los granos. Era en la calle de Atocha, enfrente de la iglesia de San Sebastián, y el aroma acre y embriagador impregnaba los alrededores en las primeras horas de la mañana. Las infinitas manipulaciones que padece la semilla, desde la recolección hasta la venta en el comercio, la despojan de sus esencias y componentes, que van a parar a la farmacopea, a la cosmética y sabe Dios adónde más. Por eso ya no huele, ni siquiera en Italia, cuyo rastro y fragancia empapaba los entornos. En aquel país, la variedad anda pareja con la nuestra, donde podemos elegir a nuestro antojo lo que sabe casi a nada.

Al llegar a mi casa visité la fuente de sabiduría, el venerable y nunca imitado Espasa, que nos descubre el significado de tantas cosas con las que convivimos sin conocer el origen. Quería enterarme de lo que es el café y me quedo con una de las versiones, que lo datan en época relativamente cercana: el siglo XV. Contaban unos monjes -los únicos enterados de lo que ocurría en el mundo- la experiencia de un pastor abisinio, al observar que, en determinado lugar, el rebaño se comportaba de manera bien extraña: por la noche triscaba inquieto sin parar, contrariamente a los comunes hábitos de su especie. En busca de la causa, dedujeron que residía en la ingestión de cierta planta que se daba en las inmediaciones. Era el cafeto, cuyo nombre, al menos en jerga turca, suena a café.

En el curso de algunos viajes que realicé por el Mediterráneo oriental, hace más de cincuenta años, comprobé, durante las escalas en puertos egipcios, libaneses, palestinos, otomanos, etcétera, que los árabes con quienes tuve alguna relación apenas hacían otra cosa que tomar café en minúsculas tazas, indispensable compañía de sus negocios, tratos e incesante chauchau. Sorprendente para quien procedía del Madrid de la achicoria, la destilación de las bellotas, altramuces, algarrobo, almorta, incluso de la remolacha, donde el café-café tampoco era café ni café. Aquella poción parecía casi letal.

En nuestra ciudad se ofrecía -ahora también algunos comercios lo brindan en sugerentes sacos- el de Puerto Rico, Colombia, Brasil, México, el de moka y caracolillo, tostado, verde, en grano o molido. En cocina alguna faltaba el molinillo, ignoro por qué barnizado de rojo oscuro. Fue la bebida de los estudiantes y los opositores, beneficiarios de la agitación y el desvelo de las ovejas etíopes. La denominación de cafetería se ha universalizado desde Estados Unidos, donde el café americano -según descripción de un desaparecido colega- parece las escurriduras de un barreño donde se hubiera lavado los pies el Tío Tom.

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Quizás la explicación de la azarosa gobernabilidad de España esté en la dispersión anárquica del gusto por el café. No se me ocurre otra.

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