Cinco dólares en mantequilla
A las pocas horas de que los aviones norteamericanos y británicos comenzaran los bombardeos sobre Afganistán, otras aeronaves iniciaban el lanzamiento desde los cielos de ese país de pequeños paquetes conteniendo ayuda humanitaria para la población. Dicen que el principal componente de estas pacíficas bombas es la mantequilla, aunque otras fuentes señalan que los paquetes contienen medicamentos y comida. En todo caso, el Secretario de Defensa de los EE UU, Rumsfeld, se ha encargado de aclarar que aunque hay mantequilla para todos, quienes se opongan a los talibanes la recibirán primero. Dicen también que los paquetes en cuestión contienen productos por un valor aproximado de cinco dólares y que, además, incorporan una banderita de EE UU y un mensaje de saludo del amigo americano.
Ya Bush había comentado durante las semanas precedentes que no tenía sentido malgastar misiles cuyo coste equivale a varios millones de dólares para destruir tiendas de campaña en el desierto de Afganistan, que esta guerra debería conducirse con prudencia e inteligencia. No sabemos si lo de la mantequilla es el exponente de esa nueva guerra inteligente, ni tampoco conocemos la acogida de la sufrida población afgana a este maná caído del cielo. De cualquier manera, lo que sí ha quedado claro es que la mantequilla no ha sustituido a los millonarios misiles, ni ha evitado los consabidos 'daños colaterales', sino que en todo caso ha tratado de complementarlos buscando, tal vez inútilmente, repentinas adhesiones de unas gentes olvidadas del mundo desde que su país dejó de ser una pieza en el tablero de la guerra fría.
Bin Laden y todos los fundamentalistas del mundo saben que los pobres carecen de mantequilla, que en realidad carecen de casi todo. No tienen medios de vida dignos, ni tampoco derechos, ni nadie que les ampare. Sólo Dios -en este caso Alá- puede devolverles un rayo de esperanza. Aunque ésta sea tan efímera como la posibilidad de vengar su pésima suerte. En Pakistán -ese país que nos hace contener el aliento- las clases acomodadas y cultas apoyan temerosas al golpista Musharraf y su política de apoyo a los EE UU. Pero las mayorías pobres y analfabetas -el 72% de la población adulta no sabe leer ni escribir- claman venganza y tiene a Bin Laden por lider político y espiritual. Y lo mismo ocurre en la franja de Gaza, donde buena parte de la humillada y empobrecida población palestina prefiere escuchar los llamamientos a la yihad antes que los consejos de Yasir Arafat.
Los ricos, por el contrario, pueden permitirse el lujo de mantener más distancias con Dios, aunque algunos, como el propio Bin Laden, apelen a la fe para saciar sus ansias de poder, lo que tampoco constituye una novedad en la historia del mundo. También las monarquías del Golfo Pérsico lo hacen, aunque éstas de forma más sibilina. Dejan los asuntos propios de la organización y la vida social en manos del clero y de la policía religiosa, a cambio de poder seguir disfrutando de sus inmensas riquezas o de algunos aspectos del modo de vida occidental intramuros de palacio o en sus mansiones marbellís. Un delicado equilibrio que ahora ven en peligro, si la presión de los clérigos wahabíes les obliga a tomar una posición más beligerante, lo que, de rebote, colocaría a los EE UU y a muchas empresas occidentales en una situación complicada. También ese muro de contención, tal vez el último, puede estar a punto de desmoronarse.
Si hace sólo unas pocas décadas nos hubieran dicho que asistiríamos a una guerra en la que un presidente de los EE UU apelaría a la bendición divina, y que la cabeza visible del bando opuesto -un millonario saudí- llamaría a la guerra santa en nombre de Alá y del profeta Mahoma, no lo hubiéramos creído. Hoy, sin embargo, es ya una triste realidad cuyas consecuencias son imprevisibles.
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