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GUERRA CONTRA EL TERRORISMO
Columna
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Un Plan Marshall para los árabes

El mundo árabe y musulmán está enfermo y todos los bienintencionados discursos actuales sobre la necesidad de no identificarlo en su totalidad con el terrorismo islamista no deberían ocultar ese hecho. No es sólo el inquietante hecho de que los integristas, pese a la represión feroz de Gobiernos como el egipcio o el argelino, sigan creciendo entre los profesionales y las clases medias. Es también el que en sus calles, mercados, cafés, redacciones, aulas y despachos privados las condenas a los atentados del 11 de septiembre son muy tibias y siempre acompañadas de apostillas que bordean la justificación.

Las causas de la enfermedad ya han sido analizadas: desde la relativa juventud del islam como religión hasta la desesperación popular por el conflicto palestino, pasando por la primacía de situaciones de retraso socioeconómico y regímenes despóticos ante las que Occidente demuestra indiferencia cuando no doble moral. Pero el tumor esta ahí y se trata de extraerlo quirúrgicamente sin matar al paciente.

La dureza policial y militar -incluido lo que los estadounidenses llaman covert actions, acciones clandestinas de servicios secretos y unidades de comandos- es de rigor frente a los islamistas que practican el terrorismo y los países que los apoyan. Son ellos los que han declarado esta guerra y la respuesta debe tener una contundencia bélica. Ningún demócrata puede aceptar el empleo de argumentos que exculpen en la menor medida el horror del 11 de septiembre, sean los sufrimientos del pueblo palestino o la arrogancia norteamericana.

Pero, al mismo tiempo, Estados Unidos y la Unión Europea deben comenzar a trabajar de inmediato en la elaboración de una política a medio y largo plazo que evite la reaparición del tumor y su metástasis. En la guerra fría contra el comunismo, con la que la Casa Blanca ha comparado con acierto el conflicto, tuvo tanto peso la disuasión nuclear como el Plan Marshall que hizo muy difícil que los totalitarismos volvieran a enraizar en Europa occidental.

Washington y Bruselas deben comprometerse a fondo con una rápida resolución del problema palestino que dote a esta comunidad de un Estado viable. No toda la culpa del fracaso del proceso de paz y el estallido de la segunda Intifada la tienen los israelíes. En la cumbre de Camp David del verano de 2000, Arafat desaprovechó una oportunidad de oro. Con un Clinton personalmente comprometido y un Barak necesitado de un acuerdo, Arafat, de ser verdaderamente un estadista, hubiera comprendido que Israel le ofrecía casi lo máximo que puede ofrecer.

Pero eso es agua pasada. Los occidentales deben ahora considerar prioritario el desarrollo social y económico del mundo árabe y musulmán. Ya no es una cuestión de solidaridad o humanitarismo, sino de seguridad. Ahora bien, cualquier ayuda debe ir vinculada a la exigencia del avance de la democracia y los derechos humanos en ese universo. Hay que impulsar a los opositores que caminen en esa dirección con el mismo entusiasmo con que se ayudó a los polacos de Solidaridad. Y hay que aislar a los regímenes despóticos. Ni el petróleo debiera ser una excusa para hacer la vista gorda.

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En el caso español eso se traduce en un compromiso de todas las fuerzas políticas y económicas en el progreso y la democratización de Marruecos. Felipe González tiene mucha razón en sus recientes llamamientos en este sentido. También hay que establecer una política de inmigración, que abra de modo controlado las puertas a los magrebíes pero que se plantee su plena integración en la sociedad democrática. No sólo concediéndoles la plenitud de derechos ciudadanos, sino exigiéndoles que renuncien a prácticas intolerables como la poligamia, los malos tratos a las mujeres, la ablación del clítoris o el uso del velo femenino en las escuelas públicas. También a cualquier apología del terrorismo.

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