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DERECHOS HUMANOS Y EL FUTURO AFGANISTÁN
Columna
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No sin las mujeres

Soledad Gallego-Díaz

La comunidad internacional ha respaldado casi unánimemente la acción militar norteamericana y aliada contra el régimen talibán de Afganistán por no haber entregado a Osama Bin Laden y por servir de refugio para una peligrosa organización terrorista, presuntamente responsable de los terribles atentados del 11 de septiembre en Washington y Nueva York. Si todo se desarrolla como está previsto, Estados Unidos y sus aliados, con el apoyo de las Naciones Unidas, provocarán la derrota del régimen talibán y promoverán la creación en Kabul de un Gobierno de unidad nacional, en el que estén representados todos los grupos y etnias, incluido el sector de los pastún más próximo a los talibán. La idea es llegar a un consenso nacional que pacifique el país y permita lanzar después una generosa operación de apoyo humanitario que demuestre a los países musulmanes que Occidente no consentirá la creación de redes terroristas de índole religiosa, pero que no tiene nada contra el islam.

Perfecto, pero sigue existiendo un problema: ¿incluirá ese acuerdo de unidad nacional la obligación de respetar los derechos humanos de las mujeres afganas, tal y como proclaman los textos básicos de las Naciones Unidas? ¿O permitirá una vez más Occidente que el nuevo régimen afgano, unido, pacífico y antiterrorista, continúe violando de forma sistemática los derechos de las mujeres?

Es una ingenuidad creer que los grupos afganos que participen en las negociaciones de paz, con o sin el rey, vayan a conceder voluntariamente la menor importancia a ese capítulo. El último informe de las Naciones Unidas sobre los derechos humanos en Afganistán (abril de 2001) afirma que los talibán son quienes más tajantemente han suprimido esos derechos, pero que los otros partidos y grupos, incluida la Alianza del Norte, los violan permanentemente, 'con desprecio a las necesidades más elementales de las mujeres'.

Los derechos humanos de las afganas sólo serán respetados si Occidente lo impone como una condición insoslayable, tan importante como no alojar a terroristas. Quede claro desde ahora mismo que si el acuerdo de consenso nacional no incluye esa condición, si un nuevo Gobierno consigue su reconocimiento a nivel internacional sin firmar antes un compromiso expreso de respeto a los derechos humanos de las mujeres, será porque los dirigentes de los países occidentales que participan en esta operación no le conceden la misma importancia a una cosa que a otra.

Es lamentable constatar que la comunidad internacional, la ONU y Estados Unidos no se han sentido especialmente conmovidos hasta ahora por la suerte de estos millones de niñas y mujeres. En 1996, grupos feministas y asociaciones pro derechos humanos de todo el mundo denunciaron que el régimen talibán, recién llegado a Kabul y por aquel entonces no tan mal visto, había prohibido que las mujeres trabajaran fuera de su domicilio o que pudieran salir a la calle sin estar acompañadas por un familiar o responsable masculino, que cerraba las escuelas infantiles para niñas y que negaba la posibilidad de que las mujeres recurrieran a un médico o enfermero varón, lo que suponía en la práctica dejarlas sin asistencia sanitaria. Los talibán impusieron también la obligación de llevar la burka, aunque hay que decir que la inmensa mayoría de la población femenina ya la llevaba y que la medida afectó sólo a las pocas mujeres que, sobre todo en Kabul y gracias a la influencia de años de dominio soviético y del régimen de Nayibulá, habían adoptado costumbres menos humillantes.

La reacción occidental contra estas normas, la discriminación legal más clara formulada por un país desde las leyes antisemitas de la Alemania nazi, fue tibia. Es cierto que el régimen talibán no fue reconocido por la ONU, y que se le impusieron determinadas sanciones económicas y financieras, pero ello se debió más a la rápida y estrecha colaboración de Kabul con el terrorismo internacional y los atentados de Kenia y Tanzania que a la violación de los derechos de las mujeres. Aun así, es notable constatar que algunos países siguieron manteniendo contactos con Afganistán hasta hace pocos meses, incluido Estados Unidos. La Administración de Bush recompensó a primeros de año a los talibán con 6,5 millones de dólares por tomar medidas contra el cultivo de opio, probablemente porque, desde la caída del comunismo, la lucha contra las drogas ha sido la única causa internacional que Washington se ha tomado completamente en serio, hasta convertirla casi en una obsesión.

Los países occidentales tienen ahora una buena ocasión para demostrar que conceden prioridad a la defensa de los derechos humanos de las mujeres. Razonablemente, cualquier acuerdo para formar un nuevo Gobierno en Kabul debería incluir las siete condiciones que exigió la ONU al Gobierno del mulá Omar: 1) derogación de todas las leyes que supongan discriminación contra mujeres y niñas; 2) efectiva participación de las mujeres en la vida cívica, cultural, económica, política y social a lo largo de todo el país; 3) respeto al derecho de la mujer a trabajar, incluyendo en las agencias de las Naciones Unidas y organizaciones humanitarias; 4) derecho de mujeres y niñas a la educación en igualdad de condiciones con los hombres; 5) obligación de llevar ante la justicia a quienes cometan ataques y abusos físicos contra las mujeres y niñas; 6) derecho de las mujeres a moverse libremente, y 7) respeto al efectivo derecho de las mujeres y niñas de acceder a los sistemas sanitarios para su salud física y psíquica.

Ninguno de estos preceptos es contrario al Corán ni al islam, como demuestra el hecho de que son respetados en las leyes de otros muchos países musulmanes. En todo caso, sería contrario a la repugnante forma del islam que defiende, difunde y apoya el régimen amigo de Arabia Saudí, el auténtico foco de fanatismo y tiranía en el que nacen personajes como el millonario Osama Bin Laden.

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