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LA CRÓNICA
Columna
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Vuelo de campanas

En los alrededores de Manresa hay un collado que los campesinos viejos conocían con el nombre de Ave María, porque desde allí se podían oír las campanas de tres parroquias. Sucede lo mismo en buena parte del barrio Gótico. Allí chocan las vibraciones de las campanas que coronan la catedral de la Santa Creu, Santa Maria del Pi y esa severidad hecha hermosura llamada Santa Maria del Mar. No soy muy religioso y los sonidos de las campanas me provocan lo que les produce a los perros, un largo aullido de melancolía. La monotonía de sus toques me recuerdan el fin del recreo en la escuela, y aun llegan a irritarme si constato que suenan impenitentes cada cuarto de hora. De día semejante constancia la excuso, pero de noche -contra ese telón de fondo- sus tañidos me dan sencillamente miedo. Tengo que decir, sin embargo, que las campanas de esas tres iglesias me han ido llamando. O mejor, lo confieso, seduciendo: el sonido se queda flotando sobre el silencio como una gasa cuando la Eulalia da las horas completas en la Catedral. Fue ella la que fue haciendo el camino y me puso a tiro de la más solemne y respetable, la Tomasa.

Un lenguaje de tañidos sobrevuela el casco viejo. La Tomasa, la Eulàlia, la Honorata cuentan su historia

Sobre nuestra distracción y afán del día a día hoy las campanas construyen un techo de timbres que casi nunca escuchamos. Quizá en algunas aldeas perdidas en los Pirineos o en Galicia todavía los campesinos entiendan ese lenguaje que marca el ritmo de su trabajo y de su vida. En Granada, la Torre de la Vela -la tan cantada- definía con una justiciera precisión los cambios en la distribución de las corrientes de riego; en Cáceres todavía las campanas, veladas por cigüeñas, anuncian nacimientos y defunciones. Los antiguos campaneros eran de hecho músicos -musculosos y atentos- que lograban transmitir tristeza, emoción, miedo, perplejidad, alegría. Digamos que eran capaces de tocar con el badajo el más allá de la campana, el alma de los fieles. Los campaneros fueron desalojados por complejos y extravagantes mecanismos que asociaron el reloj y el martillo. Se ganó en precisión -qué duda cabe- pero se perdieron ciertas sonoridades -esperanza en la madrugada, plenitud en el Ángelus, tristeza en invierno- que los campaneros sabían crear.

Las campanas son bautizadas con nombres feminizados, por una misteriosa costumbre. La Tomasa, por ejemplo, fue donada a la Catedral por un titular de la de Santa Maria del Mar como expresión de vasallaje de la parroquia a la Catedral y con la petición expresa de ser dedicada a Tomás de Canterbury, santo que fue decapitado por el rey; la campana mayor del Pi se llama la Andreua, en honor a San Andrés. Otras se llaman Severa, Gregoria, Dolores, Narcisa, Antonia, Josefa, Vicenta. Cada una tiene, como cualquier instrumento musical, su biografía, y, como es natural, unas son más célebres que otras. La Honorata, que marca los cuartos de hora en la catedral, tocó a rebato cuando las tropas de Napoleón tomaron la ciudad, y quienes la tocaron -se recordará- fueron fusilados, y ella misma sufrió la pena capital: fue fundida. Tienen pesos y timbres muy distintos; las hay de casi cuatro toneladas y media como la Monserrate que suena en si bemol; las hay pequeñas, como la Josefa del Pi, de apenas 200 kilos y que toca en re. Las campanas se rompen, o mejor se rajan de abajo hacia arriba; necesitan descansar porque las vibraciones, aunque dejen de oírse después de un toque, quedan tensando el metal mucho tiempo y ello lo agota, razón por la cual muchas se han vuelto a fundir con su mismo nombre como la Vicenta del Pi, que nació en 1669, se rompió en 1706 y volvió a ser fundida en 1730. Los campanarios también sufren. El de la Catedral ha sido adecuado con un revestimiento de metal que absorbe las vibraciones e impide que lleguen a los muros de la torre. Los badajos suelen desprenderse y caer al suelo a media noche, accidente que debió de ser particularmente alarmante durante la guerra civil; como los viejos saben, el Pi y Santa Maria del Mar fueron incendiadas por anarquistas y la Catedral alcanzada por una bomba disparada por los nacionales. Cada campana tiene su oficio. Unas dan horas canónigas -matines, laudes, vísperas-, otras toques horarios, y otras toques especiales. La Tomasa parte en dos el día con su toque redondo, envolvente, sobrecogedor; la Eulàlia a las dos de la tarde toca un largo canto conocido como Oración del Rey, en agradecimiento a los privilegios que le otorgó a la iglesia de Barcelona un carolingio durante la Reconquista.

Las campanas del Pi y de la Santa Maria suspenden su tarea a las diez de la noche como señal de humildad y sujeción a la basílica mayor, y debido a las protestas de los vecinos que argumentan que los toques les impiden dormir. Las campanas de la Santa Cruz saludan a la ciudad con el Ángelus tocado por la Angèlica a las siete de la mañana; a las doce del mediodía vuelve la Tomasa a reinar soberana, y a las nueve de la tarde lo recuerda la Mercè. Las del Pi tienen el mismo horario y celebran idéntico oficio, pero el párroco explica, con orgullo y picardía, que sus campanas suenan siempre en la hora exacta porque están conectadas con París, a diferencia de las de la Catedral que siempre van adelante o atrás de la hora. En cambio, revira una monjita de la Catedral, la Eulàlia y la Honorata suenan durante toda la noche y, remata victoriosa: 'lo peor que le puede pasar a una campana es quedarse muda'. Recuerda que si se oyen bien los toques, es decir, con el corazón, lo que se escucha es el paso imperturbable del tiempo. Yo no tengo duda: las campanas son testigos insobornables no de lo que llevamos vivido sino de lo poco que nos falta por vivir.

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