Una comedia de enredo
CUANDO COMENZÓ el baile, el humor del público era como el de quien se dispone a presenciar una comedia vista ya mil veces, pero que siempre guarda sorpresas inesperadas. De los ingredientes no faltaba ninguno: el listo plebeyo que se abre paso en el mundo de las finanzas, engañando a unos, halagando a otros, hasta quedarse con el botín; la señora de comunión diaria que aparenta no saber nada, pero que está al cabo de la calle; el hermano que ha logrado por su trabajo y esfuerzo ímprobos escalar altas cimas del Estado; la colega del hermano, premiada tras duras batallas después de haber servido noblemente a sus señores. Al fondo, los representantes de la España eterna, obispos, monjas, ecónomos, guardias civiles, huérfanos, marinos, ciegos; entre bastidores, los ministros del Gobierno, prestos a defender hasta el último aliento a sus peones de brega.
Así dispuesta la escena, el humor del público no era, sin embargo, el mismo que cuando había presenciado años atrás, en 1994 para ser exactos, el gran cruce de escándalos que también había tenido como protagonistas a algún plebeyo con la carrera sin terminar, un gobernador del Banco de España, otro chiringuito financiero, ministros, diputados. Entonces, el público no salía de su asombro: una presunta honradez de cien años tirada por la borda. Retumbó la palabra maldita: corrupción. Y quienes hoy están en el Gobierno, de presidente, de ministros, elevaron furiosos sus voces: responsabilidad política, váyanse de una vez. Una especie de fatalismo, como si nada se hubiera progresado en los últimos años, recorrió el ánimo de los espectadores al ver, como escribió memorablemente Joaquín Leguina, al jefe del dinero salir entre guardias y al jefe de los guardias huir con el dinero.
Bueno, los casos no son idénticos: éste de ahora es notoriamente más penoso por cuanto hay personas e instituciones estafadas. Pero eso no parecía afectar al ánimo del público porque, por una parte, se decía: bien merecido se lo tienen, por especular; además, la diversión estaba garantizada al ver a un arzobispo manejando entre evocaciones evangélicas un cash flow de no te menees; en fin, no deja de tener su morbo comprobar como un don nadie engaña a cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Por supuesto, que los hermanísimos distribuyeran sus efectivos entre Hacienda, Guardia Civil y Gescartera era un ingrediente más para el entretenimiento. Por todo eso, el público esperaba risueño, no como en el 94: si entonces mostró su ira o desconsuelo, según quién, ahora sólo había motivo para la chanza. Ahí es nada que la nueva generación de políticos, con su pelo repeinado y sus bucles en la nuca, hubiera caído también bajo la fatal atracción de la España eterna.
Pero he aquí que cuando la comedia se representa a la vista de todos, el público comienza a maliciar que la clave de tanto dislate, de tanta conducta irresponsable, nunca podrá encontrarse si se prescinde del 'impulso soberano', entendiendo por tal al Gobierno de España, oculto entre las bambalinas del tinglado. Ni el trío de amigos de los hermanos, ni el dúo que se quedó en minoría, ni el inspector que sustituyó al inspector, ni la decisión de premiar al sancionable, tienen su lógica a no ser... a no ser ¿qué? Ese qué es lo que nos queda por saber: qué poderosísima razón obligó a los honorables miembros de la CNMV a permitir que bajo sus pies un agujero de 4.800 millones se agrandará hasta llegar a 18, 20, 40 mil, ¿quién lo sabe?
Mientras se sabe, una cosa es clara: la relación de dos ministros con los personajes de esta comedia es más íntima que la de un diputado socialista con un gobernador del Banco de España que, sin estafar a nadie, colocó sus pesetas donde no debía. Comparado con esto, aquello era una minucia, pero, por ella, quien había sido ministro de Hacienda abandonó su escaño. En eso consistía entonces asumir la responsabilidad política: Solchaga, diputado, nada tenía que ver con los dineros de Rubio, gobernador. Hoy, los que antes se rasgaban las vestiduras dicen que no, que aquí ningún ministro dimite. La doctrina cambia, aunque las personas permanezcan. Un poco de vergüenza torera es lo que hace falta, que repase cada cual lo que dijo en el 94 y que actúe en consecuencia. Lavarse las manos como Pilatos sólo le está permitido, en esta comedia de enredo, al ecónomo de la archidiócesis de Valladolid, que, como ríe el público, tiene una cara que se la pisa.
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