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Columna
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Usted no, señor Kissinger

Los atentados terroristas del pasado 11 de septiembre han instalado la inseguridad en todos los ámbitos. La crisis como amenaza ubicua, como miedo unánime, señorea nuestros comportamientos y nos lleva a postular protección y ayuda. Es el fin de la invocación permanente a las empresas y al mercado, es la puesta en entredicho de su capacidad de generar bienestar. Vuelven los poderes públicos con su función reguladora y estabilizadora, es la hora del Estado que recupera su razón de ser. Que desde la opción democrática es siempre Estado de derecho. Pero democracia y derecho sólo han funcionado en el marco del Estado nación, que sigue siendo necesario, pero que es insuficiente. Y, por eso, lo que hoy se pide es hacerlos también efectivos en una realidad mundializada, sometida a las reglas del hacer democrático. Es la gran revancha de quienes han alzado la bandera de la otra globalización, que de pronto aparece como la solución más válida frente al desorden mundial y frente a la globalización terrorista. Esa otra globalización que aspira a conciliar creación de riqueza y aumento de la solidaridad, derecho a la diferencia y pretensión a la universalidad. Se trata de alumbrar un nuevo orden jurídico global que acabe con la impunidad de la economía criminal y reduzca las desigualdades y las injusticias. Un vasto consenso, que debe mucho al sacrificio de los muertos de Nueva York y Washington, pero también al de tantas víctimas inocentes de los países del Sur, comienza a formarse en torno de estas esperanzas. No sin algunas lamentables discordancias. La más llamativa, la de Henry Kissinger. El antiguo secretario de Estado de los presidentes Nixon y Ford ya nos dio en sus memorias muestras de que el discurrir del mundo coincide con el de sus intereses. Ahora, en su último libro, ¿Necesita América una política exterior? Hacia una diplomacia para el siglo XXI, buscando guarecerse de la justicia que lo llama a comparecer en distintos países para esclarecer su implicación en tramas criminales, vuelve a la primacía de la doctrina del interés nacional, rechaza el Tribunal Penal Internacional e impugna la posibilidad de que exista esa instancia judicial mundial que nos es tan imperativa. Su inconsistente alegato parte del principio de que 'la dictadura de los virtuosos ha desembocado con frecuencia en inquisiciones' y se propone evitar que 'la dictadura de los jueces sustituya a la de los gobiernos'. Su tesis es puntualmente refutada por Kenneth Roth, director ejecutivo de la ONG Human Rights Watch, que además le recuerda que Estados Unidos ha firmado y ratificado diversos convenios que establecen la posibilidad de perseguir, incluyendo la extradición, a los autores de crímenes objeto de dichos convenios, sea cual fuera el lugar en el que se cometieron. En base a esto, quienes se asociaron a los actos criminales que acompañaron la represión de Pinochet pueden ser juzgados por los tribunales internacionales. Tal es, según el ensayista británico Christopher Hitchens, el caso de Kissinger, a quien en su libro Los crímenes del señor Kissinger responsabiliza de haber ordenado asesinatos políticos y contribuido a organizar la represión contra los partidarios de Allende. Como lo acusa también de haber retrasado seis años la paz en Vietnam para impedir que el candidato demócrata Hubert Humphey se beneficiase de ella, desencadenando las matanzas que tuvieron lugar en Vietnam y Camboya. Según Hitchens, la responsabilidad de Kissinger está probada. En esas condiciones es indignante que el señor Kissinger, para defender su tesis, pretenda que el 'ideólogo marxista radical Salvador Allende intentó imponer una dictadura de tipo castrista apoyándose en guerrillas entrenadas en Cuba'. Y es abyecto que, después de haber sido uno de los más constantes defensores de Franco, quiera darnos lecciones a los españoles de coherencia ética democrática al reprocharnos que España se atreva a querer juzgar en sus tribunales a autores de crímenes contra la humanidad cuando se trata de un país que ha dejado impunes todos los crímenes cometidos durante la guerra civil y el régimen de Franco. No, señor Kissinger, usted, sobre quien pesan tan graves sospechas, no tiene legitimidad para instituirse en maestro de moral. Limpie su casa primero, luego hablaremos de la nuestra.

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