Yamasaki 'redux'
La trayectoria del autor de las Torres Gemelas, el arquitecto norteamericano de origen japonés Minoru Yamasaki (1912-1986), está esmaltada de paradojas, coincidencias y retornos. Si para muchos la destrucción de sus rascacielos marca el inicio del siglo XXI, la voladura de sus viviendas Pruitt-Igoe en 1972 se interpretó como el final del Movimiento Moderno.
El caso es que a los arquitectos nunca nos gustó Yamasaki. Su extraordinario éxito profesional, que le llevó a construir los rascacielos más altos del mundo, fue sistemáticamente acompañado por las malas críticas. Las propias Torres Gemelas, cuya trágica destrucción ha suscitado numerosos lamentos arquitectónicos, fueron recibidas en su día con abierta hostilidad. Aunque la inevitable visibilidad física y simbólica del World Trade Center garantizase a su autor un lugar en los libros de historia, la imagen que hasta ahora con mayor frecuencia se asociaba al nombre de Yamasaki en los manuales era una voladura controlada: la de uno de sus primeros proyectos, un conjunto de viviendas sociales cuyo calamitoso fracaso sirvió a la crítica como ilustración del naufragio de la arquitectura moderna. Paradójicamente, la popularidad posterior del arquitecto entre sus clientes árabes y asiáticos se basaba precisamente en su habilidad para vestir construcciones modernas con ropajes evocadores de la tradición vernácula; e irónicamente, a las torres ahora desaparecidas se les reprochaba simultáneamente su abstracción burocrática y su piel neogótica: ser demasiado modernas en su elementalidad geométrica y demasiado historicistas en los ecos venecianos de sus nervios verticales.
Es un sarcasmo singular que los símbolos gemelos del capitalismo destruidos presumiblemente por el terrorismo aéreo del millonario saudí Osama Bin Laden fueran proyectados por el mismo arquitecto que construyó la sede central de la Agencia Monetaria Saudí en Riad, amén de dos grandes aeropuertos en la propia Arabia Saudí. Y es un extraño bucle de la historia que el protagonista arquitectónico póstumo del Pearl Harbor neoyorquino fuese un nisei -un japonés de segunda generación- nacido en Seattle, la misma ciudad donde se construyen los Boeing que impactaron contra las torres; que trabajó durante el último año de la Guerra Mundial en el despacho de Raymond Loewy, el diseñador de característico estilo aerodinámico que remodeló la imagen y los aviones de United Airlines, una de las dos compañías involucradas en los atentados del 11 de septiembre; y que logró su primer reconocimiento internacional precisamente con un aeropuerto, la terminal Lambert-St. Louis en Misuri.
Hijo de inmigrantes japone
ses asentados en la costa pacífica de Estados Unidos, el joven Yamasaki se pagó los estudios trabajando los veranos en las fábricas conserveras de Alaska, y su experiencia de la explotación en la industria del salmón blindó su determinación de evitar la degradación de la miseria a través del triunfo económico. Aunque padeció la discriminación racial que segregaba a los asiáticos en las piscinas, los cines o las viviendas, tuvo la fortuna de evitar el internamiento en campos de concentración que sufrieron casi todos los americanos de origen japonés tras Pearl Harbor (como consecuencia de la famosa e infame Executive Order 9066 de Roosevelt), gracias a vivir entonces en la Costa Este y a superar las investigaciones que sobre él realizaron el FBI, el Ejército y la Marina.
Tras pasar los años de la depresión y la guerra en los estudios neoyorquinos de Shreve, Lamb y Harmon, autores del Empire State, y de Harrison, Fouilhoux y Abramovitz, autores del Rockefeller Center, en 1949 formó con dos socios una oficina a caballo entre St. Louis y Detroit, las dos ciudades que acogerían sus primeras realizaciones: las viviendas Pruitt-Igoe y el aeropuerto Lambert en St. Louis; el centro Mc Gregor y las oficinas de Reynolds -dos piezas livianas y solemnes que reflejan en estanques su modulación rítmica- en Detroit, donde en 1959 acabaría estableciendo su propio despacho independiente. Por entonces, Yamasaki era ya un arquitecto respetado, capaz de competir con el refinado minimalismo del Mies van der Rohe de Chicago y con el voluptuoso expresionismo del Eero Saarinen de la propia Detroit -los dos gigantes de esa época en la zona de los lagos- a través de un lenguaje propio, un formalismo historicista y decorativo emparentado con los contemporáneos neoliberty en Italia, neokatsura en Japón o neozigurat en Israel, y bien manifiesto en los pintorescos doseles de sus pabellones americanos en las ferias de Delhi de 1959 y de Seattle de 1962.
Su éxito empresarial no alteró el desdén de la crítica, que aceptando su prestigio profesional lo clasificaba rutinariamente bien bajo el epígrafe Moderno Corporativo -con arquitectos como Edward Rusell Stone o Philip Johnson-, bien bajo el rótulo Moderno Populista -con personajes como Morris Lapidus o John Portman-. Yamasaki era en efecto corporativo y populista a la vez, y sus obras de los años sesenta expresan esa dualidad con una combinación casi camp de eficacia burocrática y figuración tradicionalista. El aeropuerto de Dhahran, en Arabia Saudí, evoca el exotismo oriental de las Mil y una noches a través de celosías de tracería y palmeras de hormigón; y la sede de Consolidated Gas, en Detroit, remata su volumen vertical con pináculos góticos y un puñado de nervios que es fácil asociar a la llama azul del gas. La terminación de éste su primer rascacielos en 1963 coincidió con el que sería el más importante encargo de su carrera, el World Trade Center, y con un periodo de cierta inestabilidad personal. El arquitecto, que había superado a mediados de los cincuenta una grave úlcera producto del exceso de trabajo, se divorció de su mujer japonesa tras 20 años de unión, contrayendo dos breves matrimonios sucesivos con una norteamericana y con una esposa japonesa importada, para en 1969 volver a casarse en cuartas nupcias con su esposa original.
La coronación de las Torres
Gemelas en 1972 le llevó a la portada del Time, pero el reconocimiento popular tampoco modificó el desafecto crítico. Paul Goldberger, entonces la voz más escuchada de Nueva York, las calificó de 'muy triviales, obviamente falsas y casi siniestras', considerando que 'amortiguaban las vistas' por su impacto en la silueta de la ciudad, y salvando sólo su interés como escultura minimalista, subrayada por la acertada decisión de dividir en dos torres el volumen de oficinas previsto por el cliente, la Autoridad Portuaria de Nueva York y Nueva Jersey. Los dos rascacielos, realizados con la oficina neoyorquina de Emery Roth, eran en cualquier caso una proeza técnica, que introdujo importantes innovaciones: en lugar de la habitual malla estructural, Yamasaki hizo las fachadas portantes, construyéndolas con una tupida celosía metálica que permitía resistir los esfuerzos horizontales de viento y conseguir oficinas diáfanas, en un curioso retorno al muro de carga, que ya había ensayado en su edificio para IBM en Seattle de 1964; y el núcleo de ascensores empleó un nuevo sistema, con dos sky lobbies y aparatos de dos velocidades que aprovechan mejor el fuste de comunicaciones verticales.
Como una paradójica compensación, el mismo año que la primera de las torres alcanzaba su planta 110 y se convertía en el techo del planeta, las viviendas Pruitt-Igoe se demolían ante la imposibilidad de regenerar su degradado tejido social, suministrando un símbolo de la quiebra de la alianza entre la modernidad y el Estado de bienestar. El abogado de la posmodernidad Charles Jencks escribió que la arquitectura moderna había muerto en St. Louis a las 3.32 de la tarde del 15 de julio de 1972, y tanto la fecha como la imagen de la voladura pasaron a ser lugares comunes de la crítica. Aquel barrio de viviendas públicas había sido la primera promoción interracial en Estados Unidos (su nombre hacía alusión al héroe de guerra negro Wendell Oliver Pruitt y al escritor progresista William J. Igoe), y su demolición menos de veinte años después de haberse terminado fue un amargo fracaso de la utopía social que lo animaba, pero difícilmente de la arquitectura moderna que había servido de escenario para este experimento político y comunitario.
Tampoco la destrucción del World Trade Center, provocado en último extremo por la fractura política y social de un mundo convulso, puede cabalmente entenderse como un fracaso de la arquitectura y la técnica modernas. En una última ironía de la historia, el que fue llamado 'primer edificio del siglo XXI' había sido presentado por su ingeniero Robertson como capaz de aguantar la colisión de un Boeing 707, por entonces el avión de mayor tamaño: el 11 de septiembre, las Torres Gemelas resistieron en efecto los impactos de sendos Boeing 767, pero no la carga de fuego de sus depósitos de queroseno, abastecidos para un viaje de costa a costa, y la obra más importante de Yamasaki se convirtió en la primera ruina de un siglo que se adivina pródigo en ellas.
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