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El artículo más triste

Hugh Trevor-Roper es autor de un libro ya clásico, reeditado en numerosas ocasiones desde que apareciera originariamente en 1947. Es un volumen de imprescindible lectura que nos advierte acerca de lo que fue el final del Tercer Reich. Se titula Los últimos días de Hitler y en él se contienen páginas muy poco favorecedoras sobre la condición humana, sobre lo que puede dar de sí el hombre cuando se ve rodeado por unas circunstancias que propician la estupidez, el servilismo, la irresponsabilidad y el fanatismo. Cuando el historiador publicó esa obra por vez primera, a sus lectores y a él mismo les faltaban referentes, ejemplos para juzgar la maldad que fueron capaces de infligir los dirigentes del Tercer Reich. Sólo en un erudito inglés del setecientos halló Trevor-Roper un precedente del que servirse con provecho: Edward Gibbon, que narrara la ruina y decadencia del Imperio romano, le proporcionaba al británico del novecientos un modelo con el que poder sopesar y aquilatar la criminalidad y la vesania de los gobernantes nazis.

Abundaron entre los romanos de la decadencia personajes de supuesta entereza, investidos con una autoridad sin límites, pero que examinados de cerca -dice Gibbon- resultaban ser juguetes en manos de concubinas y meretrices, de eunucos y libertos. De forma parecida, concluye Trevor-Roper, vemos en torno al Führer a una minoría de arrogante poder, de exaltación criminal, de acalorada imaginación, de vanidad intoxicada; vemos, dice, a payasos sanguinarios manejados por las más sorprendentes influencias, y capaces de llevar a cabo una orgía de destrucción justamente cuando se vieron perdidos, cuando ya no había triunfo militar ni consumación castrense de su gloria milenaria. Si no es posible la victoria, la derrota será proporcionada al sueño que alumbró el Reich y será escenificada con violencia purificadora y ritual, simbólica, con la violencia destructora que los propios dirigentes alentaban para acabar con una Alemania necesitada de expiación grandiosa o con la violencia de guerra a que les sometían las fuerzas aliadas. Algunas emisoras de radio transmitían ese mensaje y decían recibir con agrado las bombas que noche tras noche devastaban las ciudades alemanas: junto con los monumentos de la cultura -pregonaba algún locutor con exaltación homicida-, se hunden también los últimos obstáculos que se oponían a la realización de nuestra tarea revolucionaria. Ahora que todo está en ruinas, incluida Alemania, habrá que reconstruir Europa. Ya no hay pasado, ya no hay historia, sólo la euforia del comienzo, sin ataduras, sin lastres, sin humana debilidad. 'La perspectiva de una destrucción universal', concluye Trevor-Roper, 'puede ser estimulante para un espíritu estético, especialmente si no espera sobrevivir y tiene la libertad de ánimo precisa para admirar, como un espectáculo, la apocalíptica grandeza de su propio funeral. Pero aquellos que piensan que habrán de vivir entre las ruinas calcinadas del mundo, tienen mucho menos tiempo y gusto por tales experiencias puramente espirituales'.

Hemos expresado nuestra conmoción y nuestro pánico, nuestra ira y nuestro horror, el miedo real, tangible, de que todo acabe. Lo que los ataques suicidas antinorteamericanos han puesto de relieve es que somos mayoría los que esperamos vivir o sobrevivir, aunque sea entre las ruinas calcinadas del mundo, pero lo que también nos recuerdan es que estamos rodeados por individuos furiosamente religiosos, estéticos y fanáticos, individuos desprendidos, ávidos de experiencias puramente espirituales y para quienes no hay nada más elevado que el paraíso inminente, el azar de la muerte, el atractivo criminal, la grandeza omnipotente, la reparación gloriosa que da asistir al propio funeral. La chiripa, sobre la que pensamos intelectualmente, se nos muestra ahora con toda su crudeza: el azar de que todo comience o todo se acabe también entre las ruinas calcinadas del mundo. Eso provoca o despierta un sentimiento cierto de fragilidad, de muerte y de angustia por lo falibles que son las cosas, por lo efímero de lo que nos envuelve, en fin. La vida es chiripa, pero por afirmarnos y sobrevivir la pensamos defensivamente como un destino que se nos ha concedido o hemos logrado. Descubrir eso, descubrir que no hay logros imperecederos ni ventajas ni infortunios definitivos, descubrir, en definitiva, que no hay nada que irreparablemente haya tenido que ser así y no de otra manera, es en principio un alivio frente al determinismo. Constatamos que hay pasados posibles, que la acción puede torcer la mala suerte, que podemos elegir el bien, el mal, la inteligencia o la insensatez. Por ello, por esa libertad y responsabilidad, mostramos nuestra gratitud. Pero, atención, eso también nos devuelve a la incertidumbre, al miedo retrospectivo por lo que tenemos o somos, por la civilización y la virtud, por lo que podríamos perder.

Mi muerte no cambiará nada esencial ni traerá cataclismo alguno. Soy una parte menor, indistinguible casi. Si el pasado posible y la biografía se rehacen contrariando lo que los mayores o los demás esperan de nosotros, la conclusión no consiente euforia alguna: al final, mi condición es exigua, no hay omnipotencia en la que queramos o podamos torpemente creer y el cese de la vida me revela como ese logro infinitesimal que soy. La existencia y los individuos transcurren y yo no los detengo y mi desaparición no los aminora. Con contradicción y con una cierta angustia, el observador aprecia la marcha del tiempo y valora lo que tiene y lo que es, sopesa el calendario y el reloj y quiere aceptar la objetividad de ese tiempo. Sin embargo, una y otra vez distingue la subjetividad inevitable con que mira el reloj u hojea el calendario. Vive, pues, en la tensión continua de quien se aferra a la medición exacta de las horas, de las semanas, de los meses y de los años, la medición que le permite orientarse, tranquilizarse, y la sugestión de un tiempo maleable, cuya infalibilidad se licúa. Y vive también en la tensión de quien se atreve a mirar y a descubrir con euforia que nada está dado de antemano, que no hay fatalismo que se imponga como destino que no pueda contrariarse, pero a la vez vive en el temor de quien teme la irrupción de ese azar brutal que encarnan aquellos que se expresan con omnipotencia fanática, imbuidos por la exaltación que les da asistir a la propia muerte. Se descubre falible, moldeable, libre, sabe que se puede rehacer, pero recuerda que poco puede contra quien investido de criminal desprendimiento, de celo excesivo, de armas y otros pertrechos, de amparo ideológico, de vesania, aspira a calcinar el mundo para que las llamas humeantes sirvan de pira a su funeral admirable.

Justo Serna es profesor de Historia Contemporánea de la Universidad de Valencia.

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