Redescubrir el Estado
De los economistas se espera que den respuestas de economistas. Nada más normal ¿Qué efecto tendrá en nuestro bolsillo tal o cual acontecimiento? Pero a veces, cuando la respuesta es evidente y, al mismo tiempo, imposible, los economistas no tienen ganas de responder. Es evidente porque está incluida en la pregunta: el efecto (a corto plazo) de un acontecimiento extremo, catastrófico, para nuestras economías no puede ser espontáneamente favorable. Es imposible porque no disponemos del conocimiento para calibrar las consecuencias de un acontecimiento totalmente nuevo por su amplitud y por las circunstancias que lo acompañan.
Hay acontecimientos que provocan rupturas, bifurcaciones y otros que únicamente perturban transitoriament el orden del mundo. ¿A qué categorías pertenece la tragedia que golpeó a Nueva York el 11 de septiembre?
Sentimos la tentación de razonar de forma mecánica, de aplicar unos esquemas válidos para tiempos 'normales' a una situación que podría ser el preludio de nuevos tiempos. Por ejemplo, se dirá que el temor del día a día alimenta el miedo al futuro y que ello no favorece ni el consumo ni la inversión, y que, teniendo en cuenta las condiciones iniciales de desaceleración casi generalizada que caracterizan al mundo, sólo puede precipitar la recesión que algunos ya habían anunciado. Añadiremos, para mostrarnos generosos, el riesgo de una evolución desfavorable del precio del petróleo y el del fin catastrófico de la crisis galopante que caracteriza a los mercados financieros desde hace más de un año. Sí, podemos decir todo esto y, como toda profecía, podría llegar a cumplirse.
Pero al mismo tiempo, se ve lo que de infundado tendría una predicción así, pues en un acontecimiento que podría implicar una organización distinta del mundo hay algo más que 'coyuntura'. No tiene en cuenta la mediación de la política. Ésta podría muy bien no estar a la altura, pero existe la posibilidad de que lo esté. De todos modos, el mero hecho de su existencia nos impide razonar de forma mecánica. Incluso en tiempos normales, los economistas no saben por lo general prever las recesiones y subestiman la amplitud de las expansiones.
Los anales de las previsiones económicas de las tres últimas décadas lo ilustran abundantemente: los economistas previeron la recesión de 1988... que no se produjo, pero no la de 1993, que en Europa fue una de las más fuertes tras la II Guerra Mundial. Hay muchas razones que lo explican y la más satisfactoria es pensar que un accidente anunciado no debería producirse y que, así, los que tienen lugar son imprevisibles. Por lo general, los Gobiernos suelen cumplir con su tarea e impiden que surja una crisis futura si los datos del presente permiten anticiparla. Se aprende mucho de los acontecimientos extremos, pero, por definición, no se pueden prever: no hay que avergonzarse por confesar esta ignorancia.
Por lo tanto, se podría establecer otra hipótesis. El futuro económico está inscrito en una maraña de decisiones interdependientes de agentes públicos y privados. La evolución liberal de nuestras sociedades ha llevado casi por doquier a querer limitar el espacio de las decisiones públicas, a declarar la impotencia de los Estados so pretexto de la mundialización. Pero, como es normal, cada vez que se produce un acontecimiento extremo, las poblaciones redescubren de forma aguda la necesidad de lo colectivo, el interés de estar gobernados, la importancia de los servicios públicos y de su buen funcionamiento. Así pues, tememos un descenso de la demanda privada justo en el momento en que se percibe la inmensa utilidad del gasto público y, más generalmente, de todas las protecciones que asegura. El Congreso de EE UU ha votado un crédito que duplica el que solicitaba el presidente. La Reserva Federal y el Banco Central Europeo bajaron el mismo día sus tipos de interés en medio punto. Supongo que en Europa el debate sobre los déficit, hasta ahora aritmético, adquirirá mayor relieve. Las consecuencias económicas de este drama, fuera del muy corto plazo, no podrán, pues, apreciarse independientemente de las respuestas políticas.
Estas respuestas son multidimensionales tanto en el orden interno como en el de la cooperación internacional, incluida la ayuda al desarrollo. En efecto, este acontecimiento implica un cambio estructural en la cooperación entre naciones sea cual sea su nivel de desarrollo, una concepción distinta de la globalización. Se trata de una labor a muy largo plazo. La globalización vuelve a ser un negocio de Gobierno más que un gobierno de los negocios. Las divisiones que separan al mundo, tanto entre países pobres y países ricos como dentro de estos últimos, parecen aún menos aceptables. Se comprende mejor que la globalización también es un discurso retórico de legitimación de las ganancias de los vencedores -tanto entre naciones como en el seno de las mismas- y que con frecuencia sirve los intereses de un corporativismo de ricos. Más que el mérito comparado de cada uno, es la estructura del mundo la que permite a unos ganar y a otros perder.
Pero si el acontecimiento invita a replantearse la organización del mundo así como la soberanía de las naciones -mucho mayor de lo que se cree y se dice-, conviene evitar toda ingenuidad, desconfiar de los atajos cómodos que nuestra culpabilidad de personas bien alimentadas nos incita a tomar. Los países occidentales han utilizado con frecuencia su supremacía y el poder de persuasión que da el dinero para explotar a los países pobres o para mantener en el poder, en ellos, a regímenes corruptos.
Ciertamente. Pero muchos de estos países también se encuentran bajo la hegemonía de totalitarismos cuyo único modo de perdurar es mantener a su población en un estado de extrema pobreza, en una situación de no poder acceder a más educación que la que glorifica al propio totalitarismo. En un sentido, es cierto que la globalización relaciona económica y financieramente a sociedades que viven en siglos distintos, de la Edad Media al siglo XXI. Debemos comprender que este desequilibrio 'cronológico' no puede combatir sólo mediante la exportación de las mercancías o de los capitales, sino, y sobre todo, mediante el apoyo a la democracia y la justicia social, cueste lo que cueste a los intereses geopolíticos inmediatos de los países ricos. La ausencia de democracia, mucho más que la parsimonia de la ayuda financiera, es lo que mantiene a la población de muchos países en vías de desarrollo en la pobreza y la miseria moral.
La recesión de mañana sólo está inscrita en los datos de hoy si la mecánica de los comportamientos individuales no coincide con la acción política. Pero existe la posibilidad de que el siglo XXI también se inicie con una rehabilitación de la política. De otro modo, la recesión sumaría a la violencia asesina la violencia económica, que, como sabemos, siempre ha golpeado de forma desproporcionada a los países más frágiles, es decir, a los más pobres.
Jean-Paul Fitoussi es economista francés.
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