De discotecas y amoríos
El cineasta Whit Stillman escribe la versión novelística de su película The last days of disco, en la que narra las vivencias de un grupo de amigos en el Nueva York nocturno de los años ochenta. Una historia que trata de distanciarse de la producción cinematográfica, pero en la que abundan los guiños hacia ella.
Cócteles y caviar es la novelización de una película anterior debida a su mismo autor: Whit Stillman, afamado representante del nuevo cine independiente norteamericano, director y guionista de dos películas (Metropolitan y Barcelona), además de The last days of disco, en la que esta novela se basa. Whit Stillman practica un cine realista, y casi autobiográfico, que conjuga la sátira sutil, pero mordaz, de estereotipos sociales fácilmente reconocibles con una mirada indulgente que sin embargo no resulta empalagosa gracias a la ironía de que se sirve para situarse oblicuamente a sí misma en el centro de la sátira. Parecidas cualidades cabe señalar en esta novela que, como la película en la cual se inspira, explora la cultura discotequera del Nueva York de los años ochenta a través de un grupo de veinteañeros de clase alta que empiezan a vivir como adultos emancipados, a enredarse en relaciones cruzadas con las parejas no siempre más convenientes y a sufrir sus primeros desengaños laborales. Cócteles y caviar es una novela en la que uno ve constantemente a su autor y se hace cómplice de él por la sencilla razón de que resulta difícil no sentir simpatía por alguien dotado de ingenio y de talento cómico, y con habilidad para caminar sin caerse entre lo intrascendente y lo trascendental, lo frívolo y lo profundo. No es casual, en este sentido, que Salinger y Fitzgerald sean dos de los referentes literarios de Stillman, compartidos por el narrador de su novela. En Cócteles y caviar abundan los diálogos inteligentes y hay una mente observadora capaz de apresar toda la irónica complejidad de una situación en una sola frase. Pero hace falta algo más para construir una novela, y es ahí donde Stillman fracasa estrepitosamente a pesar de que su manera de solucionar la cuestión esencial del narrador es en principio impecable. Stillman se da cuenta de que no tiene otra opción que renunciar al narrador omnisciente si no quiere repetir el esquema de la película y por eso elige a uno de los protagonistas de ésta para que, supuestamente por encargo de la productora, nos cuente la historia a partir de su propia experiencia y del material que se recogió para elaborar el guión. Esta artimaña habría funcionado si Stillman hubiese sido riguroso en la aplicación de las reglas del punto de vista y no se hubiese dejado constreñir por una excesiva fidelidad a la película. Lo malo es que demuestra una alarmante bisoñez en ambos terrenos: los guiños a la película son tan numerosos que la novela no acaba de configurarse como un artefacto autónomo y su narrador invade con frecuencia las funciones de un narrador omnisciente. Sabe demasiado de lo que cuenta y, aunque Stillman trata de justificarlo con la documentación que maneja, comete errores de grueso calado como el de describir el rostro de determinado personaje una noche en que éste caminaba solitario por las calles.
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