El aliado saudí
En su tejer de una red de alianzas que le otorgue las mayores garantías a la hora de atacar Afganistán, definido por el momento como único objetivo de represalias inmediatas, Bush ha conseguido que Arabia Saudí rompa con el régimen talibán que protege a Osama Bin Laden, un saudí de nacimiento despojado de su nacionalidad hace años. Tras la decisión de Riad, precedida por los Emiratos Árabes Unidos, sólo Pakistán reconoce ya a los fundamentalistas afganos. La importancia de sus bases aéreas y su influencia en el mundo islámico otorgan a Arabia Saudí especial relevancia en el inmediato conflicto. Pero el país es una delicada falla donde confluyen los estrechos vínculos con el superpoder y un sentimiento antiestadounidense en alza, y todo sugiere que EE UU va a tener mayores dificultades que en la guerra del Golfo para alistar a su causa a los regímenes árabes moderados.
Riad ha condenado enérgicamente los terribles atentados de Nueva York y Washington y apoya la iniciativa para quebrar la espina dorsal del terrorismo islamista. Sin embargo, la naturaleza de su participación en la coalición en ciernes dista de estar clara, pese a la intensa presión de Washington sobre su aliado clave en el Golfo. Aunque la Casa Blanca confía en vencer su resistencia, Riad se muestra reticente a que su territorio sea utilizado para atacar a otro país musulmán, a diferencia de lo ocurrido en 1991.
Algunas cosas han cambiado desde entonces en el país que almacena las mayores reservas de petróleo conocidas. Arabia Saudí sigue siendo una monarquía intolerante y feudal, donde el tipo de vida de sus élites desmiente el rígido puritanismo oficial que se esgrime como doctrina. Pero sus crecientes tensiones y desajustes internos, generalmente opacos a los ojos occidentales, han forzado a sus dirigentes a adoptar puntos de vista más cautelosos para garantizarse su permanencia. Riad cuenta con una abierta oposición islamista, crecida a raíz de la guerra del Golfo y la llegada de tropas estadounidenses. Bin Laden, desde su exilio, ha llamado a los saudíes a derrocar a una monarquía que se proclama guardiana de los más santos lugares musulmanes y permite la presencia de fuerzas militares 'infieles' en la cuna del islam, algo que muchos perciben como un insulto. Durante años, Arabia Saudí ha apaciguado su ambivalencia subvencionando movimientos radicales en el exterior. Su dinero ayudó a crear los muyahidin afganos y ha engrasado a los talibán y a varios grupos integristas islámicos en Asia central y África. Miles de sus jóvenes han participado en guerrillas islamistas en diferentes partes del mundo.
Políticamente, el hecho más relevante ha sido la asunción del poder efectivo por el príncipe heredero Abdalá, en 1999, tras el deterioro físico del rey Fahd. Mientras éste era una correa de transmisión de EE UU, Abdalá ha llegado a cierto entendimiento con la oposición islamista y también con Irán. Simultáneamente, los dirigentes saudíes se han ido desencantando con las prolongadas acciones estadounidenses contra Irak y, sobre todo, con el papel de Washington en el conflicto entre Israel y los palestinos. A la vez que anunciaba su ruptura con los talibán, el líder saudí pedía a Bush una atención especial para este conflicto, que es causa fundamental de la inestabilidad regional.
El Gobierno estadounidense debe saber que una presión excesiva sobre Riad en estas circunstancias podría poner en peligro el equilibrio de su aliado clave. Washington no puede forzar a Arabia Saudí a alinearse ciegamente con sus objetivos sin correr el riesgo de que las medidas adoptadas deslegitimen al régimen y enajenen a una sociedad traspasada por el fundamentalismo y más frágil de lo que se percibe fuera. A menos que Bush esté dispuesto a perder el apoyo de grandes parcelas del universo musulmán moderado, la respuesta de EE UU a los ataques del 11 de septiembre ha de utilizar una mezcla sabia y prudente de herramientas diplomáticas y militares.
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