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Columna
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Esculturas del siglo XX

La lista de los autores que conforman la exposición de esculturas presentada por la Fundación Caja Vital Kutxa en Vitoria es impresionante. Sus nombres lo dicen todo: Rodin, Maillol, Julio Antonio, Picasso, Henry Moore, Arp, Archipenko, Lipchitz, Calder, Julio González, Gargallo, Marino Marini, Miró, Manzú, Alberto y Diego Giacometti, Manolo Hugué, Joseph Clará, Alberto Sánchez, Barlach, Marcks, Arturo Martini, Man Ray, Joseph Beuys y los vascos Oteiza y Chillida.

Si bien el recorrido por la exposición, en general, resulta sumamente gozoso, en determinados artistas no encontramos la huella de sus más preclaras realizaciones. Nos atraen sus nombres, mas sus obras no están a la altura de lo que esperamos de ellos. Pero esas desigualdades quedan anuladas por el reguero de esplendorosos logros allí reunidos. Una estatuilla de Archipenko, fechada en 1916, es un ejemplo admirable de la transición del cubismo como virtualidad tridimensional a las tres dimensiones reales. El torso firmado por Hans Arp en 1950 aparece como una pieza rotunda, excelente; es un bronce inspirado en las enseñanzas de Brancusi, aunque para distanciarse del maestro el artista alsaciano introduce un aporte propio y lo llama concreciones, aduciendo que es 'algo que ha crecido'. Como si se tratara de una concatenación caprichosa, la mujer sentada y sin brazos de Henry Moore, escultura fechada en 1955, parece surgir de la obra de Arp.

Sin embargo, Moore imposta en esa obra una sutilísima vitalidad y un profundo sentido mítico del ser humano, lo que le sirve para clasificarlo como un escultor muy personal y original. Como son originales los dos rostros de Julio González, con sus andamiajes de planos, donde las líneas cortadas en los hierros crean una multiplicidad de variantes figurativas, según las planchas sean forzadas levemente hacia delante o hacia atrás y a tenor del desplazamiento de nuestros propios movimientos frente a estas obras.

Con ser de alta calidad lo antedicho, no es menor lo ofrecido por Giacomo Manzú, con su bailarina sentada (1949), cuyo bronce patinado ayuda a completar una escultura de asombrosa delicadeza y sensibilidad. Como son espléndidos los tres ejemplos de escultura firmados por Alberto Sánchez; dos de ellos de ritmos rígidos, angulares, de austeridad imaginera, fechados hacia 1925, y el otro, realizado cuatro años antes de su muerte, acaecida en 1962, que es una escultura en la que se manifiesta una apretada síntesis del futurismo, cubismo y surrealismo. Destacan, asimismo, dos esculturas caladas de Gargallo; la titulada Homenaje a Chagall y Picador, ambas de los años treinta; la primera de ellas se torna claramente precursora de la pieza titulada Newton, bastante apreciable, por cierto, que firma Salvador Dalí.

El principal aporte de Eduardo Chillida se centra en dos potentes esculturas de acero, de reducido formato. La primera impresión es que reclaman su inmediato agigantamiento. Más tarde comprobamos que la pieza titulada Lotura XIV, de 36 centímetros de altura, viene a confirmarse en la obra que realizara el escultor donostiarra en el mismo año (1991), bajo el título Helsinki, cuya altura alcanza los dos metros y 37 centímetros.

Entre las obras presentadas con el nombre de Jorge Oteiza destaca una caja vacía, que se traduce en un inteligentísimo y sorprendente juego de desocupaciones del espacio, circulaciones en oblicuo, cadenas abiertas y desarrollos vacíos. En esa obra se encuentra la representación más contemporánea de toda la muestra, con la excepción de las dos aportaciones de Man Ray y Joseph Beuys, las cuales nos conducen a un mundo distinto. Es decir, no entran en lo que entendemos por escultura tradicional, sino que sus creaciones obedecen a planteamientos de orden conceptualista.

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